Cuentas pendientes, de Susana Hernández (Alrevés) | por Juan Jiménez García
No vivimos en el mejor de los mundos posibles. No hay ninguna revelación en ello y cualquier novela que aspire a hablarnos de eso inevitablemente caerá en algún punto entre la tristeza y la melancolía. Buena parte de la novela negra se inscribe en ese territorio, precisamente porque la novela negra ha sido a menudo una manera de contarnos. De contar el mundo como habitantes de él. Tal vez el color, entonces, no esté mal elegido. Susana Hernández debe pensar, como tantos otros, que el género se puede construir sobre asesinatos, pero que tanto o más importante que esto es la presencia de una figura insustituible: el hijo de puta. En su tercera entrega dedicada a las subinspectoras Rebeca Santana y Miriam Vázquez hay unos cuantos. Más de los necesarios. Un montón. A partir de ahí, empieza (o sigue) la canción triste.
Todo empieza con unos niños que escapan de su cautiverio. Uno muere, el otro no. No han sido los primeros y tampoco serán los últimos. Adivinándose que se trata de un asunto de tráfico de niños, la cosa no es tan sencilla. Estamos ante un puzle en el que las piezas van apareciendo pero no acaban de encajar entre ellas. Y no acaban de encajar entre ellas porque no están todas y porque se busca un dibujo que realmente no existe. El extraño suicidio de un chiquillo que lo tenía todo (menos motivos para suicidarse) será esa pieza a la que dar vuelta entre las manos para intentar darle un sentido a lo que está ocurriendo.
Pero mientras esto ocurre, la vida sigue. Santana se enfrentará al pasado a través de la salida de prisión de su madre. No ya como figura presente, sino precisamente porque esa figura no está, ha desaparecido. Y cuando uno está puede ser evitado, pero cuando uno no está la cosa se complica. Tanto como su atormentada vida sentimental con Malena, una vida que no se acaba de creer. Quizás por esa imposibilidad de pensar en mundos perfectos. Ella, Malena, también tendrá sus propios problemas. Como fiscal se enfrenta a un caso que tendrá implicaciones familiares y, de paso, una dosis importante de esa otra sal de la vida negra: el hijoputismo que decíamos.
¿Y Miriam Vázquez? Ella solo se enfrente a asuntos internos y a su propia vida sentimental, que no acaba de encontrar un fácil acomodo con sus esperanzas. Convertida en personaje secundario, pese a todo, vagará en busca de su propio destino, aunque no deje de estar ligado al de su joven compañera de aventuras.
Entre todos eso, va pasando la vida, excepto en algunas cosas. Porque Rebeca Santana aún tiene heridas por curar. Tal vez no muchas, pero sí profundas. Y dicho así todo parece quizás demasiado triste, y sí, no puede dejar de serlo, pero Susana Hernández, como si quisiera darnos algún rayo de esperanza también juega con el humor, mientras poco a poco, con una paciencia y una habilidad notables, va entretejiendo las tramas, lanzando miguitas de pan, resolviendo crucigramas y arrojando un poco de luz sobre tanta negrura, en una obra que supone una nueva evolución de su escritura hacia (quién sabe si como en la vida de Santana) una cierta serenidad.
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