La juventud de Martin Birck, de Hjalmar Söderberg (Alfabia) Traducción de Nelia García Salgado | por Óscar Brox

Hjalmar Söderberg | La juventud de Martin Birck

Alguna vez se ha escrito que en la infancia no se desea nada, que bendita sea esa edad sin moral ni melancolía en la que accedemos a tientas a las cosas y la alegría inflama nuestros pequeños pechos. Edad sin tiempo ni remilgos, cosida a los faldones de la madre, las meriendas en el jardín, la luz de la lamparita antes de dormir y los primeros misterios que, a falta de certezas, se rellenan con intuiciones. Años que huelen a jalea y saben a peras recién recogidas o a fresones con un poco de almíbar; años de aprendizaje nada magistrales, sensibles y sobreprotegidos; años sin Dios ni normas, de devoción a los padres. La infancia de Martin Birck transcurre en el contexto de la pacífica burguesía sueca de finales del Siglo XIX, entre momentos de ternura que arropan, con más lágrimas que sonrisas, los titubeantes pasos de su protagonista. En un clima alejado de las penurias, acotado por los límites de la casa familiar, en el que el tiempo pasa de una estación a la siguiente en espera del primer cambio; de ese gran salto de longitud que se produce cuando la vida nos concede una educación y espera de nosotros que la aprovechemos.

Hjalmar Söderberg evoca esas primeras líneas de la vida de su criatura como si estuviese atrapada en un sueño o en una linterna mágica, con el esplendor de una mirada inocente que solloza ante lo desconocido porque no encuentra las palabras para describir el nuevo mundo que se despliega frente a sus ojos. Mundo de ritos y responsabilidades, de moral y obediencia, en el que cada paso se halla sometido a la opresiva madurez. En La juventud de Martin Birck, de hecho, apenas hay lugar para experimentar esa edad en la que nada se echa de menos y no existe la preocupación de construir un horizonte con tus propias manos. Al contrario, el esmero de su autor se centra en sumergir al lector en una transformación continua que erosiona los pequeños placeres del pasado con la carga moral que deposita el presente en nuestros corazones. Si la infancia de Martin concluye con su ingreso en la escuela elemental, la juventud empieza con el final de la preparatoria.

Preciso e hiriente, el texto de Söderberg camina por las sensaciones de su protagonista. Esa falta de vida que traslucen sus frustrados flirteos con mujeres y prostitutas; el arraigo de un arrepentimiento, deuda contraída con la religión familiar, que le impide elegir aquello que desea; y la amarga victoria de un pragmatismo que, más que asegurar el sustento de su futuro, marchita las posibilidades de su juventud. El terror a la vida y el temor a la moral. Lo uno alimenta a lo otro. Se dibuja en el rostro descompuesto de su protagonista cuando es incapaz de entregar una carta de amor o en el reproche que eleva a su conciencia para persuadirse de que de nada sirve vivir como lo hace aquel poeta decadentista con el que un día se topa. Pequeñas victorias del miedo, como una cucharadita de jarabe, que acostumbran a su personaje a la aflicción donde debería sentir la violencia de la juventud.

En el fondo, uno nunca acaba de valorar lo que tiene hasta que el tiempo se lo arrebata de las manos. Mientras Martin aplasta su nariz contra el cristal helado de la oficina, la vida pasa y Europa envejece. A tal punto que superar la treintena es entrar en la senectud, en esa época de recompensas estériles (una medalla, la consolidación laboral) que Söderberg describe de manera formidable a través de la incapacidad de su personaje. De esa venenosa tristeza que le susurra al oído todo lo que se ha ido, lo que ha dejado marchar, a lo que ha sucumbido miserablemente. A la religión, que abraza como a su madre anciana, con esa mezcla de incomprensión e incontenible melancolía hacia la persona que una vez fue. Joven y sensible. Al oficio, que ahora lleva a cabo escrupulosamente, sin garabatear versos en las hojas de cuentas. Al amor, apenas una fantasmagoría aceptada porque es lo que toca; sin emoción ni convicción, lastradas ambas por las ocasiones que su corazón no supo cómo abordar.

No son pocos los autores que han diseccionado una condición burguesa ahogada por su insignificancia y obsesionada por una moral demasiado apegada a la religión. Reprimida y obediente. Hjalmar Söderberg escribe en la infancia de su protagonista un hermoso canto patético a unas sensaciones que duelen cuanto más se recuerdan. Con el gesto frustrado de no haberlas disfrutado, con la voz quebrada por unas palabras cuyo significado nunca se supo del todo. La de Martin Birck es una madurez atrapada en su insignificancia, en el apego que ha hecho de sus primeros años una fantasmagoría de momentos felices y temores infantiles. Una vida en sombra, marcada por lo que ha elegido no ser; hundida porque ha podido elegir y, sin embargo, ha escogido lo que no deseaba. Una vida que se consume, lentamente, entre recuerdos fugaces de otro tiempo. La edad del desencanto y la melancolía. De la madurez que no sabe cómo escapar de eso que la vida ha hecho de ella.


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