El último año ha sido especialmente afortunado para el Sensory Ethnography Lab (SEL), el laboratorio de la Universidad de Harvard donde se promueve la investigación y reflexión sobre el documental contemporáneo. Además del paso arrollador de Leviathan por diversos festivales, lo que ha terminado de anclar definitivamente el nombre de su codirector Lucien Castaign-Taylor en el marco del documental, también ha aparecido el compendio de Scott McDonald sobre el American Ethnographic Film, una buena guía para explorar los vericuetos del género. A ese esfuerzo colectivo de programación y divulgación se suma la muestra de trabajos que el 3XDOC dedicará entre esta y la próxima semana al SEL, a la que acompañará una clase magistral impartida por Castaign-Taylor y Véréna Paravel. Una oportunidad para visionar una selección de la mirada documental, plural y llena de matices, de este grupo de cineastas.
Si hay un elemento aglutinante en el SEL, ese es su cuidadoso trabajo de los aspectos técnicos. El sonido, tan rico e hiperdescriptivo, que nos envuelve, que puntúa tanto lo que la cámara muestra como lo que permanece a sus espaldas. La cámara, a veces inusualmente quieta durante varios minutos y en otras ocasiones móvil, danzarina, preocupada por capturar cada palmo de su entorno. Sin embargo, lo que añade un componente sensorial a esa ambición técnica es, precisamente, el interés humano que hay tras cada decisión creativa. La quimera por ser parte de ese pedacito de tierra que está pisando, por registrar los flujos culturales de una sociedad extranjera, por atesorar ese paisaje en continua transformación cuyas tradiciones están a un paso de extinguirse y evaluar, desde una mirada antropológica, el valor de esos ritos y rasgos comunes: lo que nos dicen de nosotros, de nuestro pasado y de la manera de gestionar, en sus diferentes vertientes, nuestro presente.
Lo hermoso de esta investigación es que se produce de forma casi intuitiva, desde esa mirada que evita privilegiar un material sobre otro, una toma técnicamente impecable de otra fallida. Cada cineasta se sumerge a tientas en el paisaje, ya sea un suburbio neoyorquino o un parque de Sichuan. Lo único que privilegia la cámara es ver y sentir, dejarse llevar como quien gobierna el timón de un barco en plena tormenta marina; a veces a merced del ambiente, a veces con su propia fuerza. De ahí que, en lugar de datos y modos de filmación tradicional, cada cineasta escoja su propio método. Así, mientras Castaign-Taylor narra la transformación de un modo de vida ritualizado a través del pastoreo en Sweetgrass, John Paul Sniadecki describe en Foreign Parts la brega social que un suburbio dedicado al desguace y reparación de automóviles mantiene para asegurar su supervivencia. Si Castaign-Taylor pega su cámara al culo de una oveja y la sigue en su viaje entre estados, Sniadecki baila con su cámara con una anciana en una pequeña cafetería latina o sigue el trayecto de un perro sin dueño mientras sortea los charcos de agua que se han acumulado en los socavones del asfalto. A menudo son gestos pequeños, tal vez intrascendentes dentro del conjunto, que los cineastas atrapan con el mismo interés con el que atienden a un parlamento a cámara o al diseño de la ruta por la que se moverán las ovejas. Porque son conscientes de que hasta el mínimo detalle compone parte de esa práctica cultural amenazada por la extinción. Y, como señala Scott McDonald, es su obligación integrarlos en esa memoria que conforman a partir del cine.
Puede que Foreign Parts sea el trabajo más convencional de la muestra, aquel que no duda en convocar a sus protagonistas ante la cámara y jugar con las formas más conocidas del reportaje. Se trata de una manera de entrar en el ambiente. En As long as there’s breath, Stephanie Spray opta por potenciar los elementos dramáticos de la familia nepalí que retrata, preocupada por el presente de un hijo mayor afiliado a las juventudes comunistas, mientras recorre junto a ellos una jornada laboral en los arrozales. Y es que esa es otra de las preguntas que sobrevuelan la obra documental del SEL: ¿de qué manera se puede integrar el realizador en el documento? ¿Cómo se puede estar junto a los protagonistas? Mientras Sniadecki vagabundea con su cámara por cada local de la zona, interpelando a cada uno de sus personajes o cediendo su espacio para que se expliquen, Spray se convierte en una más de la familia, en otra hija que atiende al malestar de la madre por un hijo al que nunca vemos en escena y que observa el trabajo bajo la lluvia en el arrozal. Ambos se mueven en lo cotidiano, en lo que nunca tiene interés porque no fomenta ningún momento especial ni una reflexión definitiva. ¿Acaso lo humano no consiste en eso? En el desinterés, en lo rutinario, en las prácticas culturales que florecen sin trabas y que responden al trabajo que pasa de padres a hijos. Tal vez el pastoreo sea una actividad destinada a desaparecer, pero, como apunta McDonald, de ella se desprende una lección antropológica importante: se cree que las ovejas fueron los primeros animales domesticados por el hombre. La relación, pues, atraviesa casi todas las épocas de la Historia; el gesto revela esa práctica que debemos conservar por otros medios.
Al referir lo sensorial, uno puede pensar en el pesquero de Leviathan, que faena en aguas históricamente traicioneras, y también en el parque de Sichuan que registra People’s Park. En esta última, Sniadecki y Libbie Cohen se dejan llevar por los diferentes microcosmos cobijados bajo el entorno verde y urbano del parque popular de Chengdu. A través de su cámara observamos la diversión dominguera, regada de paseos, picnics e improvisadas zonas de baile, pero también cómo una sociedad extraña, a la que no pertenecemos, gestiona su ocio y sus sentidos. Cómo en ese parque hay un espacio para todo y cada ciudadano elige por qué zona moverse, cómo la cámara inquisitiva nunca es un estorbo para capturar esa felicidad en mitad de un grupo de baile, de una familia preparando la comida en las mesas del parque o de unos niños que juguetean alrededor de su padre. Lo que marca el itinerario es la atracción de cada ritmo, ya sea producto de la cultura capitalista o de la costumbre más vulgar. Sniadecki y su cámara están allí para ser parte de ese flujo que captan en un ininterrumpido plano secuencia.
En Leviathan, la cámara filma cada palmo, cada gota, ruido, gesto, detalle que pasa por su lente, introduciéndonos en el corazón de una jornada de trabajo como nunca antes habíamos sentido. Tan pronto se deja llevar por la grúa que remolca la red que ha capturado las piezas de pesca, como se eleva por encima del agua para volar junto a las gaviotas que marchan por ese pequeño espacio en tierra de nadie. Puro cine sensorial que nos dice que el mar y el hombre, la naturaleza y la máquina, la violencia y la belleza, lo cotidiano y lo extraordinario conviven en el mismo plano. Basta girar unos cuantos grados la cámara para unirlos, para sentir cómo se hermanan en un movimiento continuo que nos lleva de un lugar a otro, por todo el espectro de emociones, mientras sentimos en nuestra piel el terror y la belleza que emanan de aquello primitivo que sabemos que nunca conquistaremos del todo. No conseguiremos que sea nuestro, pero a cambio podremos habitar en su interior, notar cómo esa fuerza brutalmente hermosa se entremezcla con nuestro miedo a ser engullidos.
Quien acuda al 3XDOC tendrá la posibilidad de vivir, en el espacio de unos días, una experiencia que aúna lo antropológico y lo cinematográfico, en la que la investigación no rehuye el arrebato apasionado de alcanzar lo sensorial en sus múltiples formas. Como el escalofrío que cifraba Jean Rouch en Los amos locos, la belleza que describe James Benning en 13 Lakes o el rigor de Frederick Wiseman en Titicut Follies. Todos juntos componen un atlas de la naturaleza humana, de sus declinaciones culturales y de ese paisaje en el que la vida tiene lugar. En el que la cámara siempre está ahí para vivirlo junto a sus protagonistas. Como otro más.