En el principio fue la nouvelle vague, el deseo de hacer cine para una generación que se había criado entre imágenes. De todos sus miembros, Jean-Luc Godard siempre fue varios pasos más allá, a la caza de un cine que, según la época, podía pasar del romanticismo más arrebatado al ensayo y el aforismo; del rostro de Anne Wiazemsky a la presencia singular de Anna Karina. Godard, capaz de escribir toda una historia sembrada de citas -literales y literarias-, de hablar a la cámara como quien te habla a ti y esperar que las imágenes le devuelvan aquellos besos robados o aquellas miradas perdidas entre una escena y la siguiente. Bande à part podría haber sido una novela, esa que su autor describe pacientemente a través de la voz en off, mientras acompaña las desventuras del triángulo formado por Odile, Franz y Arthur; Odile, que estudiaba inglés y no pensaba en robar hasta que un día les conoció. Tres personajes que atraviesan su tiempo, en coche o a la carrera, bajo la indiferencia de los demás.
Para Josh Safdie todo empezó con unas polaroids viejas que rescató en alguna mudanza, en cuyo dorso había escrito pequeñas anécdotas que capturaban instantes de su infancia. Tan pronto acabó sus estudios, se decidió a formar un colectivo cinematográfico junto a su hermano y sus amigos y filmar cada cosa con la que se topaban día tras día. Calles, personas, objetos perdidos… todo. Safdie nunca pensó, como la mayoría de sus integrantes, que sería parte de la generación mumblecore, donde la falta de medios se junta con la ilusión de contar historias. Quizá por eso, The pleasure of being robbed, su primer largometraje, camina en una dirección diferente. Eléonore, su protagonista, roba. Pequeños hurtos sin importancia ni maldad, con la inocencia propia de quien tiene como sueño bailar con un oso polar. Eléonore, que va de su piso a la calle, de las calles a los parques, sin una ruta aparente, por un mundo que nunca parece reparar en ella.
Josh Safdie, como Jean-Luc Godard, siempre pensó que todo estaba permitido, que en el reparto de su película tienen tanta importancia los animales domésticos como los actores, unas notas de Thelonius Monk que ilustran su banda sonora o el coche desvencijado que lleva a su protagonista de un estado a otro. Al fin y al cabo, nada es imposible en The pleasure of being robbed, donde Eléonore puede aprender a conducir sobre la marcha, con el mismo encanto infantil de quien no conoce límites; con la confianza de un cineasta entregado a su criatura incluso en los momentos de picardía, cuando mete su mano en bolso ajeno para rebuscar en el interior. En la época de Bande à part, el cine aún creía en la alegría de vivir, en la posibilidad de fijar poderosamente ese sentimiento sobre la pantalla. Y el filme de Godard, como más tarde el de Safdie, es una demostración de ello, donde se precipitan carreras por el interior del Louvre, bailes a tres bandas entre las mesas de un bistró, canciones que expresan más sentimientos que los rostros o duelos de armas que rozan la parodia.
Después de todo, Bande à part y The pleasure of being robbed son dos historias que hablan de robar o no robar, de robar y ser robado, de robar… la vida. Allí donde la estela de la nouvelle vague se encuentra con la del mumblecore; donde la preciosa fotografía en blanco y negro comparte espacio con el grano y la inmediatez de los nuevos formatos; donde los rostros inocentes de Odile y Eléonore cruzan de un lado a otro la pantalla, ante la mirada enamorada, confiada y atenta de sus cineastas. En definitiva, donde se sucede una serie de instantes irrepetibles que, recordados después de la visión, pueden aproximarse a la sensación que a cada uno le provoca la felicidad.
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