Para ver, cierra los ojos, de Jan Švankmajer (Pepitas de calabaza) | por Juan Jiménez García
Intentemos llegar a algún lado… de la manera más imprecisa posible. Por dónde empezar… Podría ser atrás, muy atrás. Por Rodolfo II, emperador lunático amante de adivinar el futuro en los astros y buscar la piedra filosofal rodeado de alquimistas, creíbles e increíbles. O quizás, no tan atrás: Karel Teige, por ejemplo, surrealista a la manera checa, es decir, no muy convencido de ello. Poetista. En esta palabra está contenido el germen de cien años de creación checa… ¡y eso solo mirando hacia delante! Igual no es una cuestión de fechas, sino de algo tangible. Algo tangible y algo intangible: la materia de los alquimistas y la belleza “un poco por todos lados” de los poetistas. Sí, vale, tal vez. Tal vez eso, y no otra cosa, sea aquello que resume y explica a Jan Švankmajer, maestro de marionetas diplomado. Tal vez. Probemos. Empecemos.
Vamos a hacer un juego de palabras fácil (seguramente manoseado): animación podría venir de anima. Anima como alma. Animación: dotar de alma a la materia inanimada. Materia inanimada. El mito del golem, un monstruo modelado que atraviesa tiempos y leyendas, al que encontramos en Praga, donde su creador, el rabino Löw (personaje de la corte rodolfina, un Rodolfo II coleccionista de autómatas y otros juguetes mecánicos) daba vida poniendo el nombre de Yahveh, escrito en una hoja, en su boca. Animar la materia. La obra de Jan Švankmajer será eso y no otra cosa. Nacido cuatro siglos después de su tiempo, este marionetista checo se dedicará a ello constantemente y de cualquier modo y manera. Nada está muerto o la vida está en cualquier parte. Crear es siempre dotar de vida a las cosas: a las imágenes, a las palabras, a la tierra, a la arcilla, a los sonidos, a todo. Los mitos sobre la creación se suceden. Los artistas son el lado humano (humilde) de estos mitos, pequeños diosecillos creadores de pequeños mundos.
En el principio, Švankmajer creará marionetas. Esto es, estará la madera. La madera también como material sensible de ser golpeado, laminado, violentado, es decir, sensible a la vida, a su ductilidad. En un mundo para niños, Jirí Trnka, como dice de él, finalmente introducirá el “veneno”, alzará un poco la mano. Ruka será el inicio de la rebelión de los maestros de marionetas. El fin de la infancia será el fin de la inocencia. El fin de la inocencia en un país comunista, liberado y recuperado con no muy buenas maneras para el comunismo de corte soviético, representa el fin de los sueños. También del cine tal como se lo imaginaron. Nuestro surrealista (a la manera checa) se dedicará a sobrevivir (a la manera checa, es decir, trabajando para los cajones), refugiado en otras formas artísticas que le son afines, en su materialidad: los collages. Volvamos a Teige. Karel Teige sería, para mentes que buscan la simplicidad, el André Breton checo. Durante los años en los que había que ser vanguardista, estuvo en todas aquellas vanguardias,… el primero, además. Para lo que nos interesa en estos momentos, con Vítězslav Nezval fundó el Poetismo, movimiento que venía a preconizar que el mundo que les rodeaba era bello, que todo tenía y contenía esa belleza y que, por lo tanto, el arte debía crearse a partir de esa poesía en todas las cosas. Fue precisamente ese poetismo (que atravesará en su pensamiento fundamental la creación checa por venir hasta seguramente nuestros días, tan en los huesos lo llevan –he escrito “huevos”, cosa que Bohumil Hrabal hubiera dado por buena), el que hacía difícil encajar con sus colegas surreales franceses, que creían que la creación venía de un lugar impreciso que habían convenido llamar subconsciente y que se podía encontrar si te quedabas durmiendo y soñabas (por ejemplo), luego nada de tipo material y menos del día a día. Por eso los surrealistas checos eran otra cosa, y cuando Švankmajer dice que lo es, está por tanto diciendo esa otra cosa.
Cuando finalmente el pie sobre la cabeza de nuestro creador aflojó un poco su presión (algo, un mínimo), nuestro creador pensó que lo mejor era probar suerte en esa ruleta que se llama censura, y siguió creando. Como era ya más viejo y se había pasado unos cuantos años buscando, siguió no por donde se había quedado en el mundo de la animación, sino por donde se había quedado en el mundo del arte, que se resumía, quizás, en la búsqueda de uno de los sentidos más olvidados por el arte en todas sus formas y expresiones: el tacto. Para un amante de la materia, ¿qué otro sentido podría haber más fundamental que este? Y luego dice: “La definición del collage surrealista puede ser más o menos esta: el encuentro de dos o más elementos heterogéneos en un ámbito que no es el suyo”. Ese será su cine.
Y también decidió inscribirse en el curso de la historia, porque alguien cuando crea, solo es la sucesión de otros muchos que lo hicieron y un paso más en otros muchos que lo harán, y entonces adaptó a Poe, vino la Alenka de Carroll, o el marqués de Sade, y su filmografía adquirió la consistencia de los sueños y también la materialidad del artesano que siempre había sido (del alquimista), hasta ahora, hasta que ya quizás no volverá a filmar nada, y no porque se lo prohíban, sino porque no le dan el dinero; esto es: cada sistema tiene su manera de acabar con aquellos que no es que sean ya molestos, sino que son más bien raros, raros entre toda esta normalidad, esa normalidad, aquella normalidad.
Artistas seguramente hay muchos, creadores no demasiados. Construir un mundo ya no en seis días, sino a lo largo de toda una vida, cansa. Vivir se convierte en una parte más de esa creación. Por eso a alguien como Bohumil Hrabal, que atravesó un buen puñado de países y regímenes sin moverse del sitio, pensaba que estaba más cerca de aquellos hombres que bebían cerveza en la taberna llamada El tigre de oro, que de otros cualquiera. Pienso en Švankmajer hablando en Para ver, cierra los ojos, de la vida, del arte (¡es lo mismo!). Pienso en Francis Bacon, pienso en Marguerite Duras. Pienso en algunos otros. Hablan, y en sus palabras está todo, no hay más. Ese misterio, esa derrota implícita. Puedo escucharles una y otra vez. Todos sus miedos, todos sus años. Decía Fernando Arrabal que uno escribía porque no sabía vivir. Durante mucho tiempo, pensé que era una frase justa. Hoy quizás ya no. Uno escribe (crea) porque esa es la única forma que tiene de vivir. Y ni tan siquiera es elegida, aunque no se pueda (ni se quiera) hacer nada contra eso. Es. Simplemente.