El dedo en la boca y Las estatuas de agua, de Fleur Jaeggy (Tusquets) Traducción de María Ángeles Cabré Castells | por Francisca Pageo
Los pequeños momentos, las pequeñas historias que suceden en estas novelas de Fleur Jaeggy, que como sueños trastocan y pareciera que no tienen un nexo, un hilo. Pero pienso que Jaeggy escribe sabiendo lo que hace, nos quiere descolocar, quiere que pensemos: por qué esto y no lo otro, por qué esta historia y no otra, por qué estos párrafos, estas intensas elipsis que hacen de este libro un libro beckettiano por su absurdez, quizás, por su intensidad. Fleur Jaeggy no es una escritora fácil y estas novelas tampoco lo son. Tanto El dedo en la boca como Las estatuas de agua inducen a un estado onírico. En ellas destacan sus imágenes más que la propia historia, como si los símbolos hablaran entre ellos en un diálogo que nosotros solo podemos intuir. No me es fácil ponerle palabras a este libro, y quizá esté muy lejos de lo que Jaeggy nos quiere contar, pero quiero creer que en estas palabras sucede la vida como los complejos y defectos que nos atañen. Sin que nosotros podamos hacer nada hasta que no nos demos cuenta de ellos, y es muy dificil darse cuenta. Lung, la protagonista de esta primera novela, El dedo en la boca, nos resulta una chica vulnerable a la que la naturaleza la salva, a la que meterse el dedo en la boca nos indica que quizá no ha crecido del todo, que algo en un interior, como un complejo, puede con ella. Mientras tanto Beeklam, el protagonista de Las estatuas de agua, sacude los complejos y nos hace ver que lo de afuera no nos es más que un reflejo de aquello que tenemos dentro.
Tanto una novela como la otra nos sacuden. Me gusta el poder de sus imágenes, su trasfondo psicológico y teatral. Por un momento me he imaginado estas novelas en un escenario, las he visto con sus colores, con sus protagonistas, como interpretando obras absurdas pero a su vez muy, muy complejas. Siento que solo Jaeggy es capaz de comprender estas novelas. Resulta difícil llegar a ellas, y sin embargo nos han tocado. Son ellas las que han venido a nosotros, las que nos han reverenciado la humanidad presente en ellas, y la naturaleza que, viva, sucede y las precede. Me gustan los ocasos y los amaneceres, me gusta que Lung y Beeklam se pregunten por el estallido que les supura en su personalidad. Son personajes angostos, escrupulosos, pero también entrañables, como salidos de una ficción en la que la palabra produce el sentido del texto. Hay una especie de hauntologia, los personajes no terminan de estar enteramente presentes, son las palabras mismas las que los hacen vivir. Me pregunto qué diría un filósofo de este libro, pues nos abre preguntas; o incluso un psicólogo, pues los personajes no terminan de estar ahí. Actúan como fantasmas que pasan por la vida preguntándose y preguntando, como los personajes de Beckett, quizás.
Intento buscar una definición a este libro y no logro encontrarla. Sin duda no es un libro para cualquiera, pero que cualquier persona puede sacar una interpretación diferente a la mía y también estar en lo cierto. Interpretar libros es una suerte de juego adivinatorio, si no están muy definidos, tentamos a la suerte. Tengamos a la intuición, solo ella nos da claves de por dónde pueden estar e ir estas novelas, este libro que se transforma en ave. Pues es un libro que vuela, que no parece terrestre, que tiene alas, que es etérico y leve como una pluma de gaviota. Sin embargo nos enderezamos al leerlo, nos ponemos firmes y algo nos sacude de tal manera que terminamos por ser volátiles como él. Alcanzar una suerte de ficción como los protagonistas es quizá lo que quería darnos a entender Jaeggy. Que la ficción nos arrastre, que seamos perseguidos por su remembranza onírica. Como se suele decir, los sueños, sueños son.