Teatre Reunit, 2012-2024, de Lluïsa Cunillé (Arola) | por Juan Jiménez García
Varios acontecimientos. La colección Teatre Reunit de Arola llega a los cuarenta títulos y lo celebra volviendo a donde empezó: Lluïsa Cunillé. Ahora se trata de recoger obras que van desde 2012 a 2024. Diecisiete, dieciocho con una pieza breve. Eso, junto a ese primer volumen, da una buena idea de la trayectoria vital de la autora catalana, que ha logrado desarrollar toda su carrera siempre al margen (escondida, oculta, diríamos) pero siempre presente. Su teatro se representa una y otra vez (y aun así aquí encontramos muchos textos inéditos), sin que sus puestas en escena (buena parte de ellas en fructífera relación con Xavier Albertí) escondan todo aquello que las define ya desde la escritura.
Desde El guarda a Boira, en su teatro se destila, gota a gota, palabra a palabra, el fracaso de una vida y de unos personajes que parece condenados a no encontrarse (de hecho, aunque las obras sean con varios personajes, suelen ser diálogos a dos). Ese guarda que no aspira a mucho, en ese espacio abandonado del mundo, escuchando las pérdidas, las derrotas de los demás, los planes de futuro que no son más que eso, planes, como los del compañero y su cabeza llena de pajaritos y pajarracos, o el conductor de la limusina, un señor bajito satisfecho de su desempeño, pero igual de miserable. En Al contrari! un teatro más que centenario se incendia, se desmorona como la vida de su directora artística, a la vez hermana de la alcaldesa (que no tiene la más mínima intención de venirse abajo con todo lo que le costó llegar hasta ahí). De nuevo los personajes no parecen encontrarse nunca, más allá de esas conversaciones de tú a tú. Ecos del pasado y un presente dudoso, construido de mentiras. Derrotas y derrotas. También la del teatro, que ya no importa a nadie, y está más cerca del mundo de los sueños que de la realidad. En ese sentido, Dinamarca es emblemática. Un señor ya mayorcito y su madre se preparan para hacer una visita al asilo, donde está ingresado el segundo marido de ella (y hermano del primero). Vestirse, maquillarse, pensarse. Pensarse ahora: qué han sido o, mejor, qué no son. De nuevo identidades líquidas que escapan entre los dedos de la mano, incapaces de materializarse. Proyectos de futuro, irrealidades del presente. Caer, volver a levantarse, caer, volver. De algún modo, ellos se entienden. En Boira, la viajera es otro de esos personajes que se niega a ser una sola cosa. No es que intente ser nada o todo, sino que busca ser indefinible. Miente como dice la verdad. Es su manera de enfrentarse con unos personajes verborreicos o con otros perdedores, como el hijo o ese vecino en las últimas, bebedor de colonia. Frente a eso que se puede hacer sino seguir la corriente del mundo, de la vida, intentar ser una más, conceder que las vidas vulgares de los otros son excepcionales. Huir, pero poquito. La habilidad de Lluïsa Cunillé es no crear jerarquías: todos los personajes se mueven en un mismo nivel (desnivel). Construirlos a través de conversaciones: de sus palabras y de sus contradicciones. De lo cierto y lo incierto.
Hay algo que recorre El ase y la pedra, L’abandó y El jardí. El sentimiento o la certeza de la desaparición de la ausencia. Las dos primeras son obras importantes. En la primera, la noche en un hotel, con una recepcionista, una muchacha de veintidós años, la madre del dueño (ausente), directora de orquesta retirada, que mira una televisión en silencio, un actor, un hermano. En la calle, aquellos que no pueden asistir a un partido de fútbol de esos que vacían las calles. En esa recepción, la sucesión de historias, de cosas perdidas, de seres buscándose y mintiéndose, uno tras otro, cambiando las llaves de sitio, celebrando la confusión, una vida curvilínea en un tiempo curvilíneo. De nuevo, esa sucesión de diálogos, siempre uno con otro, uno detrás de otro. Si dos son incapaces de entenderse, cómo pueden entenderse tres. La noche es algo más más que el final del día. Es el territorio en el que se mueven los últimos habitantes de la humanidad. En L’abandó, encontramos tres historias, en las que siempre falta algo. En la primera, un interrogatorio a una actriz sobre la búsqueda de un director de teatro desaparecido hace años, tal vez voluntariamente (¿por qué no voluntariamente?). Completar los huecos de la memoria. De nuevo, mentirse, de nuevo vagar. Dejarse ir por unas vidas nada heroicas. En la segunda historia, un expresidiario que se queda con una habitación y su propietario. Volver, tras la ausencia de la cárcel. También lo inquietante, ese encadenar fundidos en negro, que no deja de ser una vida concentrada, un sentimiento concentrado. Desvanecerse y volver. Partículas chocando y provocando otras cosas. Nuevas creaciones del mundo. En la tercera historia, un tren, una editora, un profesor y unos personajes de Pirandello en busca de autor. Hablan de sus vidas y por un momento parece que son otras, pero no, ahí los ausentes son las familias, que surgen de repente y cambian el sentido. Tampoco había mucho más. Desplazamientos físicos, mentales. Esto último se concreta en El jardí, una obra misterio. El personaje de Ella. Ha desaparecido durante dos años. Como en el relato de juventud de la mujer, su asistenta social un día se levantó sin saber quién era. Y ya no estaba allí, o tal vez sí, observándolo todo desde fuera, desde otro lugar. Una reflexión fascinante sobre el trastorno mental y sobre desaparecer. Porque en esos trastornos, sean cuales sean, uno no está. El cuerpo ha quedado, pero algo se ha roto, se ha desprendido, ha abandonado ese interior. Llamar a estas tres obras trilogía sería mucho, pero qué duda cabe que Cunillé está ahí, pensando, dando vueltas a esas ausencias voluntarias o involuntarias. Obras de madurez o simplemente pienso así porque me han llegado de alguna manera más o de otro modo.
El gusto por lo cotidiano, lo cotidiano cuando se cruza con lo extraño, está presente en las obras que van de Els subornats a La ruta, destacando Saturnal. Lo extraño es simplemente un acontecimiento. Nuestras vidas son, en buena medida, normalidad, salvo muy pocas cosas. Y esas muy pocas cosas van desde un ligero malestar a la tragedia (o, por el contrario, de pequeñas alegrías a celebraciones, qué sé yo). En El subornats, la vida pasa en esa cabina de cine. De nuevo, la habilidad de Lluïsa Cunillé para que lo cotidiano tenga algo que nos dejé ahí, en estado de atención, tal vez vigilia. Un político conversa con un proyeccionista. De todo y de nada. De la película que acaban de ver, del fin del cine, de incendios, de hijos,… Luego aparece el hermano del político, se habla de su dimisión, por un accidente. Pero también de cualquier cosa. Van y vienen. Dialogan, sin coincidir los tres. Luego una actriz de la película se materializa. Ni tan siquiera entonces hay algo de extraordinario. Lo extraordinario es eso, la capacidad de Cunillé para decirnos que esas son nuestras vidas. Esas, las de aquellos. Podríamos pensar: está hablando de la corrupción. Pienso que no: está hablando de la vida, y en estas vidas nuestras, también está esa corrupción, ese final de algo. En Saturnal, nos encontramos con una librería que tiene que cerrar, después de muchas generaciones, por la subida del precio del alquiler. Ella tiene que cerrar (de nuevo un personaje que solo es eso, Ella). No es una tragedia. Los hijos tienen sus propios sueños, la biología, la cocina. Está Marta, vieja compañera de viaje, y Víctor, que está casado con Marta, pero que en su día tuvo una relación con Ella. Eso da para una serie de cuadros y, si hacemos caso del año de escritura, 2019, una extraña premonición del COVID, aquí una epidemia de rabia. También la búsqueda de una primera edición de El lazarillo de Tormes. Pero ¿es esto lo importante? Lo importante, de nuevo, es que para todos pasa la vida, y van cayendo las cosas y las personas, y de repente todos van hacia otro lado o hacia ninguno. Cuerpos a la deriva. Finales de trayecto. Principios de otros. Pero qué dominio del tiempo, que capacidad para construir estas pequeñas historias sin importancia. En La isla, una obra mínima, unos adolescentes discuten sobre si irse de viaje de fin de curso fuera de su isla o no. Irse a otra isla, a otro sitio, sopesar opciones. La realidad es que todo es un puro absurdo, pero no más absurdo que otras discusiones similares a las que asistimos una y otra vez. Es ahí, dramatizadas, cuando esas conversaciones se ven desnudas, insustanciales, pero reveladoras de un no sé qué. En La ruta, de nuevo tenemos el gusto por la combinatoria y la poca cosa. Tres personajes se encuentran y se desencuentran. Hablan de todo y de nada. Surgen esas alteraciones de la normalidad: una amenaza de asesinato o la voluntad de comprarse un caballo. O una simple llamada de teléfono, convertida en algo complicado. En realidad, los personajes de Cunillé nos ponen frente al ronroneo de lo cotidiano. Ese ruido parásito que nos deja atrapados. No somos nada excepcionales, y por eso tenemos la capacidad para quedarnos atrapados en lo insustancial (pero ¿se puede llamar insustancial a aquello que conforma la inmensa amplitud de nuestras existencias?).
L’Emperadriu del Paral·lel es otra cosa. Un objeto volador no identificado. Escrita teniendo el TNC en mente, con la sombra de Xavier Albertí seguramente presente, es una obra coral, un divertimento muy divertido y que demuestra que Cunillé también se puede manejar con muchos personajes y una historia tan fuera de su universo (¿fuera?). Aquí, al contrario, nada es normal, todo es excepcional, y van apareciendo personajes entre inventados e históricos (Valle Inclán, Ramper), que lo que hacen es conformar un universo en vías de extinción, alrededor de las variedades y el Paralelo, con el argumento de la muerte de Palmira Picard, estrella inexistente de aquellos años, pero que reúne en ella y a través de ella, ese mundo al borde de la llegada de la República, esos años treinta. Siempre nos estamos despidiendo de algo (y ahora pienso que esto es común a buena parte de la obra de Cunillé, después de todo). A través de un café noctámbulo y un patio de vecinos, el mundo desfila y, a su vez, se precipita. En este caso, tampoco van a caer mucho, porque ya andan bastante por los suelos, pero su grandeza es ser lo más alto de lo más bajo, y entonces, ser especiales e incluso únicos. Capaces de emocionarse por cosas que valen la pena emocionarse, que suelen ser eso, las despedidas, los ayeres. Una obra excepcional por muchos motivos dentro de la continuidad del resto, pero no tan ajena como pueda parecer.
El volumen de Teatre reunit se cierra con una sucesión de monólogos o semimonólogos (El gos), algo afecto a su autora (a recordad Te diré siempre la verdad, aquella reunión de temperamentos afines: Lluis Homar, Xavier Albertí y ella). En ellos se repite ese misterio Cunillé, en el que lo cotidiano deviene único, lo único extraordinario y lo extraordinario cotidiano. Me gusta La figurant, la historia de una muchacha sin mucha fortuna que es fotógrafa y participa voluntariamente en ruedas de reconocimiento. Ese humor tan suyo, tan sutil, para acercarse a la realidad, una realidad siempre en tiempo presente. La rareza, la extrañeza, como en Compto cada passa meua sobre la Terra o La declaració, verdaderos torrentes, solidos, impecables, implacables. En El gos, hay otra cosa: dos historias, dos perros, una obra para dos actores y luego un monólogo. Las puertas del infierno están guardadas por un perro, no lo olvidemos. L’últim dia, el primero de esos monólogos, resumen bien las reglas del juego. Una gamberrada, un ejercicio impecable de ironía, el mundo que nos arrastra por el suelo. La vida es así, caprichosa. El teatro de Luïsa Cunillé aspira a captar el aire de tiempo. Lo consigue. Con humor, con humildad, con algo que atraviesa toda su obra, una manera de hacer, una manera de estar, una manera de proponer la construcción de un teatro de costumbres.