Yo, Agamenón, de Giulio Guidorizzi (Gallo Nero) Traducción de Blanca Gago | por Juan Jiménez García
Quiso el destino (eso que movía el mundo antiguo), que hace unas semanas me encontrara con la Electra (y Orestes) de Sófocles (a través de Fernanda Orazi), en el teatro. La venganza por la muerte de Agamenón. No deja de tener algo de cierto que Agamenón es un cadáver y que sus hijos, su venganza, es seguramente más conocida, mucho más conocida que él. Agamenón se pierde, como tantos otros aqueos, en los años troyanos, que fueron muchos. Ese asedio en busca de Helena, aunque a estas alturas, a la altura de la novela, ya era difícil imaginarse que aún estuvieran pensando en ello y que las razones no fueran otras. Ahora diríamos, como críos, cabezonería. Entonces, otra vez esa palabra: destino. Había que hacer lo que había que hacer y ninguna otra cosa era entendible. En aquellos tiempos todo era terrible, el sentimiento trágico de la vida. En Yo, Agamenón, suerte de reconstrucción del final del asedio de Troya (pero en el que hay una elipsis que viene a demostrar que lo importante no era tal asedio, sino las relaciones, las fuerzas, las energías gastadas), Guilio Guidorizzi, escribe una suerte de reconstrucción de ese mundo en el que todavía convivían dioses, héroes y mitos. La humanidad era una abstracción y moría fácil.
En el asedio, movidos por los dioses, están los héroes. Los héroes eran aquellos superhombres capaces de cambiar el curso del tiempo y la Historia misma. Aquiles, Héctor. A su paso, solo muerte y destrucción, y sin embargo tienen sentimientos. Aquiles, por la muerte de Patroclo, es capaz de abandonar su retiro, de olvidar su enfado con Agamenón, y acabar con todo a su paso. Héctor, es una fuerza sobrehumana capaz de hacer tambalear todo aquello que puede ser tambaleado (e incluso lo que no), y llevar a sus oponentes hasta la orilla y una derrota casi terminal. Las aventuras se suceden. Rememorar este mundo antiguo a través de una novela es escribir una novela de aventuras en la que el tiempo está ausente, se ha detenido, las vidas se viven con una intensidad inaudita y cualquier acto implica una serie de condicionantes y razonamientos que escapa al mero impulso. Pero no deja de ser una aventura, con sus dosis de riesgo, emoción y vértigo.
Lo fascinante de la narración, es entender que ese mundo se sostiene en la relación entre fuerzas similares y contrarias. Ver como los dioses tienen sus preferidos y actúan en consecuencia, cambiando el devenir de los hechos, y como el presente responde de los actos del pasado y el futuro queda condicionado por aquellos otros dos tiempos. Y también, cómo no pensarlo, que la vida privada de los héroes no deja de ser de lo más común, porque, al fin y al cabo, aún con sentimientos sublimados, siguen siendo hombres, preocupados por su suerte, capaces de enfurruñarse, de discutir por banalidades, de convertir esas banalidades en afrentas, las afrentas en guerras, las guerras en asedios y perder todo por ganar un poco, y ese todo incluye la vida. Agamenón no deja de ser un calculador que, a la sombra de todos, ni tan siquiera es capaz de ocupar el lugar que le corresponde, como jefe de los ejércitos asediadores, en la Historia. Incluso a su muerte, queda Electra y poco de él, convertido en un personaje secundario en las historias de los demás. Por eso es significativo ese “yo” del título, y ese hacerle un hueco entre el protagonismo de los demás. Un intento de convertir a Agamenón en el protagonista de su propia vida o, al menos, de arrojar algo de luz sobre sus sombras.