Traducir a Tolstói. Viaje emocional a Yásnaia Poliana, de Joaquín Fernández-Valdés (Báltica) | por Juan Jiménez García

Joaquín Fernández-Valdés | Traducir a Tolstói. Viaje emocional a Yásnaia Poliana

Tres tiempos: la pasión por Rusia, la pasión por Tolstói, allá en Yásnaia Poliana, traducir Guerra y paz. Esos podrían ser los tiempos que animan Traducir a Tolstói; resumidos en una línea, encuentran su acomodo a través de toda la vida de su autor, el traductor Joaquín Fernández-Valdés. La emoción como impulso decisivo, el valor de los detalles, pero también la duda como motor, como voluntad, como aspiración a ir más allá en aquello que es una pasión, una cuestión sentimental. Creer en lo hacemos. Qué fácil es escribirlo, que complicado vivir acorde a ello. En el libro, la vida de Tolstói, tan rica, tan compleja, tan llena de decisión y decisiones, podría absorberlo todo, como un torbellino. Sus orígenes nobles, noble él mismo, los hijos, la mujer, las creencias, avanzadas a su tiempo. Un hombre inmenso, convertido en un escritor inmenso, de libros inmensos, en una vida más grande incluso de lo que él podía abarcar, hasta llegar al desbordamiento, la huida y la muerte. Debía ser complicado ser Tolstói. Ser Tolstói, todo el tiempo. La parte central del libro, son varios años de visitas de Fernández-Valdés a la finca de Yásnaia Poliana, hogar de los Tolstói. Unas reuniones de traductores de todo el mundo que organizaba Selma Ancira. A través de los paisajes, las estancias, la profunda impresión de estar en un lugar que es algo más, una conexión con el escritor, un viaje en el tiempo en el que todo está conservado igual que tras su muerte, con esa afición tan rusa a conservar las casas de los artistas, aquellos lugares de creación, convertido en lugares de culto, en una especie de corriente atemporal que parece conectarnos, de una manera profunda, con ellos, con un tiempo lejano que hemos habitado a través de sus libros y de ellos mismos. 

La primera parte del libro, Un tren que pasa una sola vez en la vida, es la llegada del ofrecimiento de traducir las dos mil páginas de Guerra y paz. Las traducciones al castellano son contadas. La oportunidad de una nueva traducción para la editorial Alba, que ocupará años, es algo extraordinario para alguien que ya desde niño es un apasionado por la música y por aquel lugar misterio llamado Rusia (de nuevo, la atracción por lugares que nos son completamente desconocidos, pero próximos). No se trata de convencer a nadie por estas pasiones inexplicables. Entre el amor y el odio (por no hablar de la indiferencia), los caminos son múltiples e insondables, y un día te encuentras en la escuela oficial de idiomas estudiando ruso, otro estudiando Filología Eslava y otro traduciendo y, entre las traducciones, obras poco conocidas de Tolstói. Entonces, llega a ese tren, ese largo tren. Multitud de sensaciones (también la impotencia) empiezan a dar vueltas en la cabeza. Pero no queda otra. Hay que cogerlo. 

En la tercera parte (la segunda, como escribía, es la vida y obra de Tolstói, pero también el encuentro con ese pasado, desde el presente, en Yásnaia Poliana) es enfrentarse a Guerra y paz, un apasionante viaje por las incertidumbres de la traducción, por las traducciones pasadas, por las dificultades que representa la escritura, el estilo, del escritor ruso, a veces falsamente desmañado (lo cual siempre supone la tentación de corregirle… cuántas obras traducidas se han precipitado por ese abismo). Un relato casi detectivesco, tras una novela de época y otra de infancia y juventud. Traducir a Tolstói es más de lo que su título trasluce. Es ese viaje emocional que recalca, unas emociones que alcanzan distintos niveles para convertirse en uno solo. Ese espacio donde nos sentimos acogidos, ese refugio, esa habitación con ese piano. Ese último lugar de la humanidad, ese extremo de la Tierra del Fuego, para un amante de la literatura rusa y de Lev Tolstói. Última parada de algo, primera de tantas cosas por venir.


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