El viejo incendio, de Elisa Shua Dusapin (Automática) Traducción de Andrea Daga | por Juan Jiménez García

Elisa Shua Dusapin | El viejo incendio

Tras la muerte de su padre, Agatha vuelve a Périgord para ocuparse del desguace de la casa familiar. Hace ya quince años que se marchó a Nueva York, sin regresos ni miradas atrás. Dialoguista, está trabajando en un guion sobre W o el recuerdo de la infancia, de Georges Perec, aquella obra de reconstrucción del escritor francés. Para Agatha también será un proceso de reconstrucción, pero contra su voluntad. Así como Perec vivía atormentado por la falta de recuerdos, ella anhela esa pérdida. Allí, en la casa, la espera su hermana pequeña, que sufre de afasia (es decir, en su caso no puede hablar). Su relación con ella parte desde los tiempos en los que su vida estaba condicionada por la de ella. Debía protegerla, debía entenderla. No era fácil. Ambas eran solo unas crías. De entonces, surgen las reservas de ahora. Véra está feliz con el reencuentro. Agatha vive a la defensiva, obsesionada por preservar esa independencia que ha conquistado a miles de kilómetros de allá. Acaba de perder un hijo, un hijo que ni tan siquiera estaba segura de querer tener, y mantiene un sordo diálogo consigo misma. Véra no puede hablar, Agatha no quiere hablar. La enfermedad y la manera de afrontar las relaciones con los otros, acaban convertidas en un mismo problema de comunicación, un alejamiento, un encerrarse, aunque la hermana pequeña, paradójicamente sea más propensa al encuentro. Allí no hay nada más que ellas y un montón de trastos viejos (eso que algunos llaman recuerdos). 

Ya en su título, queda encerrado el enigma. Ese viejo incendio no existió. Nada ardió, más allá que el pasado con respecto al presente. Para Agatha volver es volver a las cenizas de todo aquello que quiso perder con el fuego de la distancia. Dónde creyó ver su suficiencia, surgen las grietas de la incertidumbre. Su marcha no fue más que la huida de la hermana, de una vida intuida de cuidados. Recuerda un libro en el que se hablaba de unos espejos que reflejan, cada uno, una imagen ligeramente distinta. La novela, podría ser ese mirarse en esos espejos. Cada nueva mirada sobre su hermana, cada nueva mirada sobre aquellos días en aquel rincón de la Dordoña, ofrecen algo distinto. Véra, al contrario de la idea que se había hecho, incluso de la idea que aún conserva, es autosuficiente. Se dedica a preservar flores, tiene amigos,… Véra es feliz. En la irritación que le produce esos pequeños descubrimientos, asoma la injusticia. Pero, ¿lo justo hubiera sido quedarse? No, es seguro que no. No por esos motivos. Una palabra se repite en ambas: perdón. 

Elisa Shua Dusapin ya no necesita su propia experiencia como francesa de padres coreanos, aquella que, de algún modo, está en sus libros precedentes. Narradora dotada de un tiempo propio, de una habilidad para construir objetos mínimos contenedores de sentimientos complejos, en El viejo incendio, no deja de volver sobre las obsesiones que construían sus otros libros. Las relaciones familiares, la distancia, la pérdida, la incomprensión, la dificultad para comunicarse con los demás y encontrar puntos de conexión a los que aferrarse, a los que entregar esa necesidad de un mínimo equilibrio, precario, pero equilibrio. Las decisiones desafortunadas, que se sostienen en esas imágenes deformadas por el tiempo. Vaciar la casa, vaciar nuestra cabeza de pensamientos, de recuerdos deteriorados, como esos carteles de teatro mojados, convertidos en una pasta. Poner orden, a veces, es lanzar trastos. Para dejar espacio a los otros, a los demás, a los mismos. Para recuperar la capacidad de escuchar en un mundo sin palabras. 

 


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