Dämon. El funeral de Bergman, de Angélica Liddell (Teatros del Canal)  | por Juan Jiménez García

Cuando terminé de ver Dämon. El funeral de Bergman, volvimos al hotel. Me senté en el escritorio y encendí la lampara de mesa. Durante el breve camino de vuelta, pensaba que, si tenía que escribir un texto, este se llamaría Para acabar con el juicio de los hombres. Antonin Artaud no se me iba de la cabeza. Hay veces en que es así: un nombre se queda atravesado, como un tronco caído en la inmensidad de un bosque. Lo primero que escribí, es si valía la pena escribir sobre una obra que llama al silencio, que reniega con la palabra a través de la palabra, convertida en un puente hacia ese silencio. Que reniega de las palabras de odio de los otros, esos críticos, que llama a un espacio propio, íntimo, que está más allá del juicio de los hombres. Dämon empieza con el silencio de la imagen, ese hombre menudo que decía Francisca Pageo, y el sonido abrasador de los Chemical Brothers. Luego sigue con el silencio bendecido, para que Liddell se adentré, con el furor declamatorio de un Antonin Artaud, en un discurso que contiene ecos y amplifica aquel de La escuela de expertos cervantinos. Abismarse en un muro rojo de las lamentaciones. Ella nunca ha renunciado al teatro. Reivindica, en estos tiempos en los que todos buscan otras palabras tras las que protegerse (o desvanecerse), el teatro. Ese teatro, arte del presente. Ese teatro que, como dice, es tiempo, como es tiempo la vida en su camino hacia la muerte. Cuando, micrófono en mano, grita, pero no contra el silencio, sino con él, cada gesto que hace es un gesto que escapa del azar o del accidente. Cada gesto es un acto teatral, una decisión. Llegar, llegar a los otros, pero no de cualquier manera. El accidente es la obra. Es ella la que rompe el curso normal del tiempo. Pero para que esta ruptura se produzca, está el pensamiento y su expresión, su articulación.  

Tadeusz Kantor decía que había que asumir riesgos. Que estar en la vanguardia era poner en riesgo todo lo que uno tiene, lo que ha alcanzado. En Liddell se materializa esa idea del riesgo. Podemos pensar que sus obras responden a una estructura conocida, que son mecanismos probados y ensayados, pero al verla, algo se cae y se vuelve a levantar. Imaginemos ese largo monólogo como un acto de destrucción. Ese discurso fulminante, incansable, prolongado en el tiempo, tras el que quedan las ruinas. Un amasijo de críticos, los restos del incendio, ella misma, derrotada pero vuelta a poner en pie. Desafiante, defensora del artista que es eso, un artista. Por definición, un hombre libre prisionero de sí mismo. Tras ese acto de destrucción, llega el silencio. Un prolongado silencio. La palabra abrupta se transforma en poesía, en sorda poesía, en metáfora. La vejez, la circularidad, romper ese círculo, los cuerpos, la entrega, lo sagrado. Ascendemos y descendemos. Ese, y no otro, es el movimiento del riesgo. Alcanzar lo inalcanzable, desde lo sublime al ridículo. Todo está permitido, porque responde a una sola ley, que es la búsqueda de la belleza, una belleza íntima pero que debe alcanzar a esa penumbra de espectadores. Cuando ese silencio se rompe, no vuelve la rabia, sino el susurro. El cansancio de existir y también el cansancio de representar. Esa conversación con Ingmar Bergman, llena de tristeza por esa belleza, pero de esperanza por esa misma belleza. Pese a todas las derrotas, que son muchas, pese a alguna victoria, nada puede ser detenido, ni por voluntad propia ni ajena. Quedarán veinte años, tal vez menos, la amenaza de la demencia, y todo eso que queda acabará en el teatro de alguna manera, como ha estado hasta ahora. Cuando escribe su autobiografía, es su relación con el arte. Tal vez algunos lleguemos al final antes que ella. Seguro, entre ese conjunto informe que llamamos público. Desconocedores como somos de nuestro destino, solo el teatro nos confronta a este ahora de una forma compartida. Frente a eso, Angélica Liddell apela a la alegría, y cuando se despide y todo acaba, y hay que volver a aquel sitio del que hemos venido cada uno, arrastrando pensamientos a su manera, suenan los Pet Shop Boys. 

Entre lo sagrado y lo humano, Dämon no puede elegir. No puede elegir porque son inseparables, porque el camino que lleva de uno a otro es el misterio. Ella pide ser juzgada como artista, y el artista es ese habitante del misterio, esa vagoneta que va desde nuestro mundo hasta la zona, avanzado lentamente, capaz de crear una suspensión de ese tiempo, y, por tanto, de la muerte. Un misterio que se niega a ser revelado e incluso confrontado. Frente a eso, qué se puede escribir… Uno de esos críticos, maliciosamente decía que era mejor leer a Angélica Liddell que ver sus obras. Otra forma de asesinato. Frente a un horizonte de sombras, su rabia esconde la fragilidad de la creación. Angélica Liddell salta sobre el hielo desde el frío más intenso, en la esperanza de que algo se quebrará en algún momento, en algún lugar. El otro. 


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