Tarántula, de Eduardo Halfon (Libros del Asteroide) | por Juan Jiménez García

Eduardo Halfon | Un hijo cualquiera

Con Eduardo Halfon dejé de tener certezas, sin que eso signifique que todo es incierto en aquello que cuenta. Simplemente se situó (estando siempre ahí) en un lugar en el que la realidad no termina de ser real y lo irreal no termina de ser irreal. Cuánta adivinanza… Escribo rápido, recién leído, porque la tarde del domingo se escapa, se escapará la luz, el azul del cielo, el brillo de esos espejitos que colgaron en una terraza próxima, las sensaciones que me provocó el libro, las dudas, la impresión de haber leído otra cosa que va algo más allá de los libros anteriores de Halfon, pero la impresión también de que esto no es del todo cierto. En fin, un lío. Un lío que solo a mí me pertenece. Toda la literatura de Halfon juega a ser la historia de su vida desmenuzada, entregada en fragmentos, fragmentos en que se repiten padres, hijos y abuelos, en los que habita en ciudades que efectivamente ha habitado, en los que transita momentos que vuelven de una obra a otra, y en los que van surgiendo otras piezas que completan un algo, un algo que convendremos en llamar una vida. Unas nuevas historias vienen a completar las anteriores, siendo incluso capaces de alterar su sentido. Como si se tratara de una arqueología de lo vivido, cada descubrimiento arroja nueva luz sobre anteriores excavaciones. En Tarántula es la experiencia traumática de un campamento. Pero no solo un campamento, sino un campamento para niños judíos, en aquella Guatemala que la familia Halfon abandonó tres años antes, entre turbulencias ya narradas. Lo que debería ser una convivencia con otros niños se convierte en una experiencia sobre el tiempo y el dolor que no puede ni debe ser olvidado. Es colocar a unos niños en una continuación de la Historia, enfrentarlos a las vivencias de los padres, de los abuelos, de su condición. Una narración inquietante. En el relato de aquel campamento y en la rememoración, años después, lejos de allí, con algunos protagonistas de aquellos días y lo que querían representar aquellos días y lo que representaron. Si seguimos el consejo que dieron al niño Halfon, para encontrar algún resto de civilización y encontrar el camino de vuelta, perdido en el bosque, hay que subir a lo alto, a lo alto de un árbol, a lo alto de la colina. Tarántula, es subir, subir para intentar ver. Escribir para intentar ver. Esperar que la escritura traiga algo de luz, una luz que ilumine esa oscuridad, aunque sea tímidamente. Que abra un espacio en algún lugar de nuestro interior. Tal vez la pregunta es si es necesario reconstruir la experiencia para encontrar esa experiencia. Si solo el miedo puede hacernos comprender el miedo. Una pregunta arriesgada (una propuesta arriesgada), que lo que nos produce, leída, es inquietud, desasosiego. Halfon, en Tarántula, no es ese escritor divertido, aunque no deje de estar ahí algún que otro destello, sino alguien que se pregunta desde que la novela se rompe en esa herida, esa brecha, causada por el trauma. Cuando dos recuerdan, cada cual recuerda otra cosa. La memoria se acomoda a nuestras necesidades. Quizás, esto sirva para explicar el recorrido literario de Eduardo Halfon. Podríamos hablar, otra vez, de esa confusión de la ficción con la no ficción, pero jamás, por muy obvio que parezca, me había planteado eso a través de todos los libros que llevamos juntos, él como escritor y yo como entregado lector. ¿Por qué? Creo que el escritor ha logrado colocar sus historias más allá de todo eso, en un continuado ejercicio de reconstrucción, (re)invención, realidad, reencuentro. Las variaciones Halfon. 


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