Querida amiga, desde mi vida te escribo a tu vida, de Yiyun Li (Chai editora) Traducción de Virginia Higa | por Óscar Brox
En un primer momento, la escritura de Yiyun Li puede resultar incómoda. Conocemos lo básico de ella: que emigró de China a los Estados Unidos, que cambió su carrera de Ciencias por el impulso de escribir, que sacrificó la lengua materna por el inglés, que ha vivido varias hospitalizaciones, que la relación con su madre es, como mínimo, tirante, y que en su escritura palpita la tensión entre un contacto al que parece resistirse y un diálogo que no puede evitar. Esto último precipita una suerte de tira y afloja continuo a lo largo de cada uno de sus capítulos-ensayos, en los que Li nunca deja de preguntarnos en qué consiste una escritura (auto)biográfica. Lo justo sería señalar que esos fragmentos de vida no son especialmente amables para el lector, precisamente porque la autora no les proporciona un tono especial; más bien, el que les pondría en una mesa de disección o en una placa de Petri. Los observa, los corta, vuelve varias veces sobre ellos, tal vez en busca de esa sustancia moral que sirva para explicarlos un poco mejor.
La cuestión es que esto último lo encuentra, precisamente, cada vez que acude a su educación literaria; o, mejor dicho, a su sensibilidad literaria. Por ejemplo, en ese primer pasaje en el que habla de su viaje a Irlanda para tratar la obra de John McGahern, que Li comenta, casi, como si se tratase en primera instancia de la geografía de un lugar. También eso está presente en sus recuerdos de infancia en China, mezclado con el peligro de caminar sola hacia casa o el colegio o las lecturas de Gorki, una de sus primeras referencias literarias. Lo que me gusta de Li es hallar el poso que ha dejado todo eso en su forma de escribir. Esa manera de prestar atención al detalle, pero también de ocultar un poco los sentimientos. Esto último puede sonar extraño, una vez dentro del libro, pero la sensación es que Li tarda bastante en abrir su mundo, que no en contárnoslo. Las anécdotas abundan, pero no todas tienen el cariz de una confesión. Por así decirlo, no todas sus confesiones funcionan como puertas de apertura para conocerla. A menudo, solo son episodios incómodos que nos colocan frente a su misma situación vital: una soledad demasiado ruidosa.
En las páginas de Querida amiga, desde mi vida te escribo a tu vida, se pueden encontrar lecturas de Mansfield y Philip Larkin, de Kierkegaard y Montaigne, de Virginia Woolf, Chéjov o Thomas Hardy. La mayoría de ellas, además de incisivas, son una estupenda muestra de lo que puede dar de sí el trabajo de ensayismo; al menos, de ese tipo de ensayo en el que se trasluce un estado de ánimo. ¿Cómo explicarlo? Eso es, precisamente, este libro: un estado de ánimo. Es particularmente emocionante cuando habla de Larkin, por ejemplo. Pero también cuando su escritura se eleva por encima de la anécdota o la biografía para tejer un mapa sentimental. Dicho más fácilmente: cuando a Li le basta con escribir para hacerse más accesible al lector, abriéndose de una manera que ningún apunte vital es capaz de transmitir. Abriéndose a través de las lecturas.
Uno de los momentos más emocionantes del libro es aquel en el que Li rememora su amistad con William Trevor, tanto desde sus lecturas como desde su correspondencia y posterior visita (a Inglaterra y a los Estados Unidos). Aquí, de pronto, encontramos una forma de escribir sencilla, casi transparente, en la que Li se explica, nos cuenta, se expresa y nos arropa mientras observa los detalles de su amistad con Trevor. ¿Importan esos detalles? Lo hermoso radica en la manera de contarse, de incluirnos como lectores en esos pedacitos de vida. La construcción literaria. La soltura con la que imprime un ritmo, un tono, una profundidad y un sentido moral en lo que cuenta. Cómo, por así decirlo, su vida se ha convertido en literatura, y viceversa.
En este libro de Yiyun Li la literatura parpadea entre fragmentos de vida, pero la cuestión en juego es, siempre, hasta qué punto una y otra cosa, literatura y vida, pueden ser contadas a través de la escritura. Y, sobre todo, para qué deben ser contadas. Posiblemente, para un lector la sensación de que Li pertenece a una comunidad de solitarios sea más que notable, porque muchos de sus pasajes comunican esa impresión de soledad. Lo más seguro es que sea la clase de escritora que se deja leer con menos facilidad que, pongamos, Peter Orner o, incluso, Donald Antrim. Sin embargo, en esa tensión entre un contacto o un diálogo que cuesta establecer se precipita lo más conmovedor del libro y, diría, de la escritura de Li. Cuando se vence su resistencia, o cuando se entiende que, sobre todo la escritura, es biografía. McGahern, Chéjov, Nabókov, la China de los primeros 80, Woolf, Estados Unidos, Trevor, los internamientos hospitalarios, la falta de conmiseración, el autoextrañamiento… Yiyun Li no distingue entre unos y otros, no establece una jerarquía, sino que forma a través de ellos su lenguaje íntimo y personal. Recorrer su libro es recorrerla a ella, a su escritura esforzada, a sus momentos de pena y de extraordinaria belleza. A todo eso que trasciende la categoría de diario o de escritura íntima porque, sencillamente, se trata de literatura.