La luna y las fogatas, de Cesare Pavese (Altamarea) Traducción de Carlos Clavería Laguarda | por Juan Jiménez García

Cesare Pavese | La luna y las fogatas

Anguilla vuelve a las colinas, a los viejos lugares piamonteses. Estados Unidos, los numerosos viajes, quedan atrás. Cerca, Génova. Bastardo adoptado por algunas liras al mes, nada tenía cuando se fue, y a su regreso, se agolpan los recuerdos. El pasado llega hasta el presente, el presente se confunde con el pasado, el tiempo se ha detenido. Pasaron, sin estar lejanos, los años del fascismo y la guerra, la República de Saló, los partisanos, los muertos, enterrados aquí y allá. Todo podría ser viejas historias, pero Anguilla, ahora un hombre respetado, con una fortuna, con un destino mejor que otros, veinte años después, se afana en reunirlas, volver sobre ellas, mientras esos territorios de su infancia y primera juventud se vuelven a materializar, se pueden tocar, oler, sentir. Pasa sus días con Nuto, amigo de aquellos días. Recuerdan y en esos recuerdos, teñidos de los vivos colores de la nostalgia (de la edad, del territorio), acaban por encontrarse todas las historias, incluso aquellas que debían estar superadas o, al menos, disimuladas, como la querencia por ese fascismo que había acabado con todo. La guerra no terminó. O sí, terminó la guerra, pero quedaron los hombres. Esa mala hierba que nunca muere. 

Cesare Pavese escribe La luna y las fogatas poco antes de su muerte. Abandonado por Constance Dowling, a la que dedica el libro, abandonado una y otra vez, derrotado en sus intentos de vivir esa vida que quiere vivir, se suicida poco después. Su último libro es, tal vez, su mejor libro, aquel en el que convergen otros, una literatura que atraviesa el fascismo atraviesa la guerra y se encuentra con unos años posteriores (pocos, porque moriría en 1950, a los cuarenta y un años) que no olvidan ni renuncian a los errores. En ese mundo desagradable, falso, en ese mundo de apariencias apenas disimuladas, sus protagonistas intentan recuperar los sentimientos primigenios, los lugares en los que fueron felices y las personas, con sus alegrías (pocas) y sus tragedias, pero con la misma materialidad que la tierra y los ríos, los días y las noches. Como ellos, cree en un mundo antiguo. No en los beneficios para la tierra y los cultivos de las fases de la luna o de las hogueras en las orillas de los campos, sino en un mundo trágico, en el que, sin embargo, quedaba un lugar para la belleza, para los sentidos y los sentimientos. 

El libro acaba como empieza, suspendido en un lugar del tiempo detenido. En algún lado, nos dice que uno se puede encontrar en la gente, en los árboles, en la tierra, que en ellos hay algo de nosotros, que incluso nos espera, y nos deja sentirnos solos. La luna y las fogatas podría ser tan solo eso, ese encuentro de Anguilla con aquello que le aguarda, que conserva aquello que necesita ser recuperado. Aunque nadie se acuerde de él y ahora solo sea su fortuna aquello que le da una apariencia. Pero él sabe que, aunque se fue a América, América está también ahí, y que en todos los lugares están los muertos de hambre y los saciados de por vida. Parecidos ricos y parecidos pobres. Añora un tiempo en que existían las estaciones y, por lo tanto, el orden de los días. Aunque todo parezca permanecer, se aleja silenciosamente de aquellos otros días. Tal vez, todo sea una cuestión del recuerdo. Se muere igual de mal. Sigue surgiendo la belleza y lo horrible. Un día, todo será pasado. Y de este, ¿qué quedará? Piensa que todo es siempre lo mismo, pero lo único que se suceden son las dulces contradicciones. La vida está en otra parte y uno está siempre en otro lado. En ese eterno desplazamiento, quizás aún seamos capaces de encontrar un punto de equilibrio, un estado parecido a la tranquilidad. Un descanso.


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