Lo infraordinario, de Georges Perec (Impedimenta) Traducción de Mercedes Cebrián | por Juan Jiménez García
En su prólogo Descifrar el espacio, Guadalupe Nettel recuerda que en Todo lo que busco, el propio Georges Perec trazaba cuatro especies de espacios para aquello sobre lo que escribía: el mundo que me rodea, mi propia historia, el lenguaje, la ficción. Y en esos espacios se iba colocando su obra, aunque en buena manera esos límites se confunden y, como en su propia escritura, no hay confines ni límites que no puedan ser atravesados. Si nos atenemos a esta clasificación, Lo infraordinario, libro póstumo que recogía textos publicados en variadas publicaciones, estaría en el mundo que le rodea, puesto que, precisamente, lo infraordinario sería aquello sobre lo que construye su visión de este mundo. Pero también podría estar en el lenguaje, aunque no sea forzosamente oulipiano. o en su propia historia, desde el momento que recorre una y otra vez la calle de su infancia, la rue Vilin. Y es que esos cuatro cajones en buena manera estaban atravesados por un solo aliento, que es el del juego. Y su juego preferido, sobre el que incluso escribió ese tratado que introduce La vida instrucciones de uso es el puzle (con permiso del crucigrama). Y en él nos dice que el puzle más difícil es el puzle que es todo blanco. Y, como no podía ser de otro modo, que es la escritura sino encontrar un sentido a esa imagen en blanco de la que siempre se parte, hasta construir algo que surge de ese mismo vacío-abismo.
Pero ¿qué es lo infraordinario? Lo pequeño, aquello que escapa a nuestra mirada, pero que está ahí y que, tal vez, es lo importante. Intentar agotar los lugares describiéndolos. En algún momento, empezamos a detenernos en aquello que de algún modo estaba ahí sin ser visto. Decía Jean-Luc Godard, quién sabe citando a quién, que el mejor lugar para esconder algo era dejarlo a la vista. En Still life/Style leaf Perec se entrega a la descripción exhaustiva de su escritorio, de su mesa de trabajo. Desde las cosas importantes a las más nimias, deteniéndose en los detalles. Entonces, de algo que se nos aparece como un algo informe, se van desprendiendo las partes, hasta volver conformar ese todo pero revelando otro sentido, una infinidad de posibilidades. En la Tentativa de inventario de alimentos líquidos y sólidos que engullí en el transcurso del año mil novecientos setenta y cuatro, lo anterior viene a unirse a otra de sus grandes pasiones: las listas. Los alimentos se suceden, agrupados, y no hay nada en ello más que eso, el inventario de esa tentativa, que sin embargo se convierte en algo fascinante, hipnótico. Como esas Doscientas cuarenta y tres postales de colores auténticos, que dedica a Italo Calvino, otro oulipiano. Se suceden los lugares, los días que quedan para el regreso, los besos de despedida, las quemaduras de sol, el tiempo meteorológico, las inocentes muestras de admiración por esos mismos lugares,… No hay más y sin embargo ahí debe estar todo, porque esas y no otras son las postales que escribimos y con las que creemos atrapar esos espacios.
Nada de todo lo que cuenta podría ser contado igual. Si algo caracteriza a lo infraordinario, es que puede estar o no estar, aún manteniendo su presencia. Y esto es así porque no es lo obvio, sino lo obviado. Cuando escribe sobre la rue Vilin, cuando vuelve a ella tras unos meses, y luego otra vez y una vez más y otra vez de nuevo, la calle ha cambiado. No solo por aquello que ha desaparecido o se ha transformado en otra cosa, sino también porque aquello que permanece. Por ello, la mejor manera de visitar una ciudad es la deriva. Siguiendo el consejo de Stendhal, Perec piensa que es el caminar sin una idea exacta de a dónde queremos ir lo que nos permitirá encontrar. Algo que nos remite a esa biblioteca desordenada donde puede que no encontremos lo que buscamos pero si algo que ni tan siquiera recordábamos ya. De nuevo, el juego. El juego asociado a la felicidad. La felicidad de escribir y de proponer.