La batalla de los ausentes, de La Zaranda (Teatre El Musical, Valencia. 1 y 2 de mayo de 2021)  | por Óscar Brox

Leo en un obituario dedicado a Juan Sánchez (firma Pedro Ingelmo) una frase que me hace pensar en lo que me inspira el teatro de La Zaranda: la celebración permanente de la existencia. Podría resultar paradójico, si pensamos que muchas de sus obras hablan de liquidación y desguace, de esos últimos protagonistas de la historia que caminan hacia el final de la noche. Sin embargo, hay en La Zaranda una vitalidad que no cesa; esa manera tan propia de remover la cultura en el escenario. De hablar de vencidos, pero, como dicen en el programa de mano, no de derrotados. De construir personajes que nunca dejan de moverse, aunque a veces parezcan muñecos articulados o de cuerda. Que están hechos de luz, sombras, pero sobre todo voz.

Empiezo por un aspecto que cada vez me gusta más de La Zaranda: la forma en la que sus tres actores son capaces de convertir sus cuerpos en elementos escenográficos. A menudo, el fondo de la obra es negro, el paisaje destartalado, pero Sánchez, Campuzano y Bustos concentran una energía especial, una manera de moverse, toda una panoplia de gestos, que no solo llenan el escenario sino que, además, lo habitan. Lo crean. Esa sería la palabra. La batalla de los ausentes arranca con una conmemoración; con esos tres personajes perdidos, marginados, que caminan en círculos sin saber a qué aferrarse. Podrían ser unos pobres buñuelescos, entre el bruto castizo y la ternura que confiere el desamparo. Esperpentos de una España con manchas en la guerrera. Y también podrían ser esos personajes extrañados de Beckett, que esperan y esperan sin saber hasta qué punto se dejan llevar por el tiempo.

Lo de la conmemoración suena a farsa, a discursos fosilizados que de pronto alguien intenta resucitar. Casi resulta una excusa para reencontrarnos con los personajes de La Zaranda. Y con la risa y el juego. ¿Hacen gracia estos ausentes? Diría que la suya es otra clase de risa, como lo sería la de Beckett. Aquí no hay chiste y lo que se cuenta, por muchas vueltas que le demos, no es especialmente divertido. Uno ve la microgestualidad de Paco Sánchez, o ese gesto de Gaspar Campuzano con la boca abierta permanentemente, y lo primero que le viene a la cabeza es que la risa es, casi, señal de que están vivos. De que siguen ahí, moviéndose sin parar alrededor de lo único que les queda por conquistar: el escenario. Lo repito, porque creo que es una de las cosas más bonitas de esta compañía: crean un espacio en escena y durante el rato que dura la obra lo habitan. Y todos esos juegos, esa manera de adaptar sus cuerpos a una comedia que roza el slapstick, no dejan de recordárnoslo.

Con La Zaranda no hay gravedad impostada. Los temas son profundos porque son humanos, pero tanto el texto de Eusebio Calonge como el trabajo de la compañía se encarga de aportar esa medida justa. La emoción por delante de la teoría, de lo programático. En ocasiones, La batalla de los ausentes habla de la época, pero también de la situación y el proceso creativo de la compañía. De un final que se acerca, que se intuye, pero también de cómo se ha integrado la madurez de todos ellos en una trayectoria que abarca cuatro décadas. Lo que sucede es que La Zaranda no deja de buscar, de probar y de seguir pensando maneras de poner en escena esa cultura que nunca deja de agitarse porque, en fin, sigue viva. Aquí esa primera parte en la que retratan a los hundidos da lugar a una segunda que es una parodia de los peligros del poder. ¿Es una sátira política? Me inclino a pensar que es otra cosa, porque lo que siempre les ha interesado es acompañar a los personajes, mostrar sus entretelas, bajar la vista a las pequeñas miserias y, asimismo, escuchar sus confesiones.

Esto último me recuerda que al hablar de La Zaranda siempre pienso en una especie de liturgia. En un tipo de teatro, de Kantor a Grotowsky, que empieza y acaba con ellos. Que, por muchos parecidos que le saquemos, es único. Como cada obra. Y eso, creo, se nota a medida que avanza, a medida que coge cuerpo, La batalla de los ausentes. Cuando aparcan el esperpento y lo bufo para mostrarnos la elaboración de su proceso creativo. Cuando ese podio que hemos visto al principio se convierte, por turnos, en trinchera y en un improvisado cadalso y, más tarde, en una puerta abierta hacia el fin de la noche. Cuando todo lo que parecía destartalado se transforma en una serie de imágenes, de raigambre pictórica, casi cuadros vivientes. Cuando observamos, porque La Zaranda nunca lo oculta, cómo se va construyendo el drama ante nuestros ojos. Una luz que se concentra sobre sus cuerpos, una música que resuena en los actores, unos gestos que han terminado de construir la escena. Como si todo eso discurriese en paralelo a la obra. Como si la obra, en verdad, fuese la compañía que La Zaranda necesita para transformar el escenario. Para recordarnos en qué consiste el teatro.

Puede que La batalla de los ausentes sea un feliz regreso -tras el paréntesis de El desguace de las musas, que era como un aparte o una versión febril de su universo creativo- a lo que esbozaban en Ahora todo es noche. De hecho, tengo la sensación de que a La Zaranda le beneficia salir con su trío de actores, sin más adiciones; con el escenario desnudo; con ese deje familiar que poco a poco le va dando la vuelta a todo. Las historias de la compañía siempre parecen ir de una nada a otra, de los vencidos a los ausentes. Y, sin embargo, cuánta humanidad destilan sus criaturas, qué manera de poner los sentimientos y de construir con ellos, desde ellos, la escena. Seguramente, leeremos muchas reivindicaciones y gestos políticos, muchos comentarios a propósito de una cultura que languidece y los peligros del ascenso de un fascismo de andar por casa que, en el fondo, es el de siempre. Olvidémoslos por un momento. Pensemos, en cambio, en ese arrebato fulgurante, cuando La Zaranda convierte el juego del teatro en un elaboradísimo cuadro viviente, en liturgia y en luz, en humanidad y también en esa forma de desgranar el acervo histórico de cuarenta años de carrera. Cuando, simplemente, La Zaranda se planta ante el patio de butacas y habita la escena. La celebración permanente de la existencia. Nada más.


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