The Paris Review. Entrevistas (1953-2012) (Acantilado) Traducción de María Belmonte, Javier Calvo, Gonzalo Fernández Gómez y Francisco López Martín | por Óscar Brox
No cabe duda de que el fichero de Writers at Work reunido por The Paris Review durante más de medio siglo de publicación es uno de los tesoros librescos más codiciados por cualquier lector. Quién puede resistirse ante la posibilidad de encontrar entrevistas con algunos de los colosos de la literatura del Siglo XX; y no solo eso, sino conversaciones en profundidad sobre cada obra, cada época y cada tiempo. Anécdotas, polémicas y tantas otras cosas encapsuladas en un pedacito de papel que dan fe de la relevancia cultural de una cabecera. Como ya hiciera con otras ediciones monumentales, desde Dante al Kafka de Reiner Stach, Acantilado publica algunas de las entrevistas más prestigiosas de The Paris Review en lo que supone, en definitiva, un festín literario.
¿Por dónde empezar? Difícil tarea, si bien las más de 2.000 páginas de la edición son, en sí mismas, una invitación a picotear entre fechas y autores. Pongamos, un Louis-Ferdinand Céline, casi convertido en una gárgola, perseguido y señalado, que concede varias entrevistas a la publicación. Conversaciones en las que pone de relieve el trabajo para capturar esa oralidad en su escritura y la poca o escasa estima, más allá de Paul Morand y algún otro autor, por la literatura. El oficio de médico. O esas tinieblas durante la Segunda Guerra Mundial que lo zarandearon todo. O una Dorothy Parker más allá del bien y del mal, recluida en su habitación de hotel, casi lamentándose por su facilidad para el ingenio. A V.S. Naipaul reconstruyendo las huellas de su biografía en la literatura. O a Cszeslaw Milosz poniendo el acento en lo poco que le gusta la ironía o el sarcasmo en la poesía… aunque sea de un artesano tan brillante como Philip Larkin.
Hay entrevistas que casi parecen terminales, como aquella con Primo Levi y la publicación de El sistema periódico, en la que se habla del Lager, la escritura, la vida después de Auschwitz y no pocos muertos comunes, la mayoría suicidas, como el propio autor turinés. Y hay otras, como la de Salman Rushdie, que desearías que no acabasen; en las que se puede hablar de una novela de Balzac como si se analizasen los planos de una película, y en las que abunda ese sentido del humor a la hora de hablar de sí mismo y del oficio de escribir. Eso por no hablar de Iris Murdoch hablando de la revitalización filosófica que supuso Jean-Paul Sartre y de ese espinoso asunto sobre la idoneidad o no del moralismo en la mochila de todo escritor. O a Nadine Gordimer y la influencia de Hemingway y las técnicas literarias de las que se vale para escribir. O a Raymond Carver reflexionando al respecto del poso que pueda dejar su obra en los lectores: “La verdad es que no lo sé, pero dudo de que pueda cambiar a nadie profundamente, desde luego, ni quizá en ningún otro sentido. A fin de cuentas, el arte es una forma de entretenimiento, ¿verdad? O a Marguerite Yourcenar hablando de Mishima y su interés por la cultura japonesa, desacreditanto por el camino la película que filmó Paul Schrader sobre su vida. O a otro grande, John Irving, hablando, discutiendo, reflexionando sobre la influencia de lo político en la escritura estadounidense.
La lista es casi infinita. Baste con decir que no hemos hablado de Cortázar (y qué maravilla cuando explica su precoz interés por lo fantástico, germen para su literatura), de Graham Greene o de Joyce Carol Oates, de Philip Roth o de William Faulkner, de Joan Didion o de Camilo José Cela. Eso por no hablar de Ionesco (y su recuerdo de un Tristan Tzara que, tras negarse a hablar en rumano durante la mayor parte de su vida, compartió con él en su lengua materna recuerdos de vida, infancia e historias minúsculas). Me gusta, más bien me encanta, la que mantiene Adam Begley con un Don DeLillo recién salido de la publicación de Mao II, en la que lo primero que afirma es que quizá empezó a escribir para aprender a pensar; “Estoy hablando de cuando empecé a escribir y del poder del lenguaje para contrarrestar los titubeos de la adolescencia tardía, para definir cosas, para definir experiencias confusas de forma eficiente”. Y me gusta, más bien me encanta, la larguísima conversación con Philip Roth que termina con un fulminante “Soy alguien que se esfuerza por salir de sí mismo mediante una profunda transformación para entrar en la mente de personajes propios que sufren profundas transformaciones. Me parezco mucho a alguien que se pasa todo el día escribiendo”.
Es difícil poner un pero a una selección como esta. Si acaso, que la última entrevista, a Roberto Calasso, finalice el recorrido en 2012. O sea, casi una década desde entonces. O que apenas haya constancia de la huella de unos cuantos dramaturgos que desfilaron por las páginas de The Paris Review. Pero eso es un problema menor cuando el lector tiene a su disposición un gozo literario semejante. Cuando cada entrevista promete no pocas horas de disfrute, aprendizaje y reflexión libresca. Y ahí, en definitiva, es donde empieza todo.
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