Los depravados príncipes de la Vieja Corte, de Mateiu I. Caragiale (El Nadir) Traducción de Rafael Pisot, Cristina Sava | por Juan Jiménez García
Mateiu Caragiale era hijo ilegítimo de un gran clásico de la literatura rumana, Ion Luca Caragiale. Ilegítimo pero reconocido, aunque podría decirse, como paradoja, que más bien era el hijo el que renegaba del padre, con el que mantuvo no una relación de amor odio, sino más de esto último solamente. El caso es que después algún infructuoso intento de hacer de él un hombre de provecho, Mateiu se hace escritor, con una cierto cariño por la política. Escritor de ascendente simbolista, maneras decadentistas y sueños modernistas. Y entre todo eso, emplea buena parte de su intensa vida en una novela: Los depravados príncipes de la Vieja Corte (y príncipes también puede traducirse como libertinos). Un libro muy importante dentro de la literatura rumana, que le llevó años de idas y vueltas sobre él. Tanto como dos décadas.
Los depravados príncipes o libertinos serían dos, si nos olvidamos del narrador: Pașadia y el misterioso Pantazi. A ellos tenemos que añadir Gore Pîrgu, representante de la decadencia entendida como búsqueda entregada de uno mismo. Todo en el ambiente de la Vieja Corte, el barrio de Bucarest en las proximidades del que fue palacio de los gobernantes rumanos. Vidas ociosas, vicios comunes. En palabras del narrador y compañero de noches y días, Pașadia, en la edad que otros optan por el arrepentimiento, se entregó al juego, a las tremendas borracheras y a ser un crápula, siempre en los ambientes más sórdidos y siempre bajo la perturbadora sombra de Pîrgu, quien no deja de ser un pobre en busca de riqueza, pero conocedor de todos los vicios. El lado oscuro de un ambiente ya de por sí tenebroso. Mientras los otros tres compañeros de andanzas dicen encontrar la diversión hablando de cosas elevadas, allí tienen al otro para devolverles a los lugares más bajos y las conversaciones más sórdidas. Vidas bohemias con un cierto apego a las ruinas. A las ruinas de la Historia o las ruinas del ser humano.
Las historias de cada uno se suceden. En especial la de Pantazi, nombre que oculta otra identidad, la de alguien que lo tuvo todo, lo perdió arrojándose a uno de esos innumerables vacíos y solo la suerte le devolvió, en el último momento, su sitio. Eso y un amor que recordar durante décadas. Un amor que vuelve de repente, como si el tiempo se hubiera quedado detenido, esperando. Y que vuelve en el último rincón del mundo que uno podía esperar, lugar soñado de todas las sordideces: la casa de los auténticos Arnoteanu. Matrimonio con dos hijas y una tercera, que, ella al menos, es otra cosa. Ilinca. Última aventura de unos hombres, una país y una época que andaba con paso ligero hacia la Primera Guerra Mundial. La Belle Époque llegaba a su fin con la caída de los príncipes y libertinos y el ascenso de la muerte. La decadencia como acto libremente elegido dejaba paso al fin del mundo. Los símbolos encontraban su significado y las flores del mal morían, como morían los paraísos artificiales. El sueño despertaba ante la realidad del mundo.
Gran artículo… Me ha servido como referencia. Muy fan de tu blog y tu forma de escribir. He de decir que la literatura rumana tiene un toque muy ¿Especial? ¿Peculiar? Algo así. Un tipo de lectura algo diferente que hace que precisamente esa singularidad sea una virtud muy destacable.