La cadena fácil, de Evan Dara (Pálido fuego). Traducción de José Luis Amores | por Óscar Brox
Todo es imitación de algo. O eso, al menos, es lo que nos ha inculcado la posmodernidad cada vez que un autor mete en la centrifugadora los textos, las ideas o las voces de otros autores. La obsesión por triturar el pasado, por satirizarlo y demolerlo para mostrarnos sus costurones e inconsistencias, nos ha dejado con esa sensación de no saber muy bien qué pensar del presente. Cuando has metido la pezuña en los grandes relatos, en las Guerras y los instantes decisivos para la transformación social, lo que viene a continuación da un poco igual. Eres como el último turista que pisa la luna o un atleta en la carrera por el segundo lugar. Frente a esa mediocridad, algo así como el aire de nuestro tiempo, la novela posmoderna nos ha legado un logro particularmente emocionante: la búsqueda incesante de una forma, de unas palabras; la necesidad casi patológica de contar una historia, de probar a contar una historia, de anhelar la facilidad (y, diría, también la felicidad) con la que se contaban las historias. De manera que lo mediocre, lo fugaz, cualquier cosa que entre el campo semántico de lo convencional, se vuelve apasionante.
Este pequeño rodeo viene a cuento de eso que hace tan especial a Evan Dara: la forma de su escritura. Sin marcadores textuales, con un peculiar sentido de la puntuación, tan torrencial como convenientemente sintética, la escritura de Dara esparce historias, anécdotas, detalles, datos y reflexiones por cada rincón de la página. Microensayos o microdramas, pequeñas biografías de sus personajes y juegos de lenguaje que modulan la escritura, el ritmo, la palabra y, por qué no, lo que el espectador va a imaginar durante su lectura. Así que uno empieza La cadena fácil como quien disfruta de una rara novela de iniciación en la que su protagonista, Lincoln Selwyn, viaja de Holanda a Chicago buscando labrarse un futuro. Lo convencional de ese primer momento es pura apariencia, pues Dara se vale de una narración atropellada entre diferentes voces, como quien recorre el parqué de la Bolsa en su hora punta o el convite de una boda en pleno éxtasis, recogiendo de aquí y de allí pensamientos incompletos sobre su protagonista. Como el Gaddis de Los reconocimientos (por mucho que Dara rechace su influencia), pero unos cuantos pasos más allá.
Y tan más allá, porque a las pocas páginas todo salta por los aires y Lincoln se convierte, más que en un personaje, en la impresión que unas cuantas voces desconocidas trasladan intermitentemente. Un aprovechado, un potencial tiburón de los negocios, astuto, taimado y discreto, capaz de moverse como pez en el agua en el mercado inmobiliario, la bolsa y casi cualquier aspecto relacionado con el lucro personal. Y así otras tantas (posibles) descripciones que nos absorben como en un remolino, desdibujando continuamente a su protagonista para convertirlo en toda una mitología. O en una excusa para que Dara libere sus cuitas alrededor de la mentira, el fraude, la falsedad y la pertinencia de todo esto en el tejido social contemporáneo. Ese mismo en el que cada gurú, cada economista o cada cuco tiene su peculiar habilidad para dar gato por liebre, trampear y engañar mientras nos hace creer que nada es lo que parece; que lo auténtico no es en verdad un puro artificio. Ya sea la filfa, una propuesta económica de raíz neomalthusiana o ese dinero convertido en líquido, en cifra titilante en la pantalla o en valor con el que se especula. En marca personal o en batiburrillo dialéctico con el que se crean mantras para hacer pasar lo falso por auténtico. O la correlación entre la frecuencia del Zinkofsky -o la alergia a la mentira, en plan versión poscapitalista del Síndrome de Tourette- y el aumento de los ingresos. O la promoción continua de uno mismo.
Pocas veces una novela resulta más apasionante en sus meandros, en esas cartas íntimas de Tracy Kessler o en la chabacanería de ese grupo de hombres que revisan leyes y pruebas para tratar de echarle el guante a Lincoln, en las voces que rebotan como un eco interior en la cabeza de su protagonista o en la minuciosidad con la que el regreso a Ámsterdam resulta en un fugaz, tal vez amargo, recorrido narrado a través del Google Street View de Dara. En ese camino inverso en el que Selwyn comienza a demoler toda la mitología forjada a su llegada a los Estados Unidos. O quizá no, dado que una de las virtudes de la novela radica en coquetear una y otra vez con el engaño, con la falsedad de todo lo que nos cuenta de manera encadenada, con ese vértigo con el que nos dejamos llevar por los vericuetos de la vida de Lincoln. Tal vez, porque Dara plasma con total transparencia el sentimiento de tedio que inspira el presente; la falta de dirección, de concreción y metas, que la masificación de gurús y guías espirituales, de asesores fiscales y de fiestas de la jet, tratan de disimular bajo la apariencia de la nada. Nunca ha habido tantas oportunidades para hacer tantas cosas distintas que no vale la pena hacer. O eso decía Gaddis y Dara, pensemos, trata de plasmar en la odisea de su personaje.
Lo emocionante de La cadena fácil es que su autor disecciona las tendencias del presente (o el presente más tendencioso) mientras, cualquiera diría que con facilidad, juega a construir una biografía polifónica, un retrato despiadado del mundo de los negocios, la melancolía por unas raíces familiares perdidas, un ensayo sobre todas las maneras habidas y por haber de falsificar el éxito personal, una suerte de reflexión sobre la epistemología, la verdad, la mentira y los últimos instantes de autenticidad y una ficción paranoica en la que el edificio de la Bolsa puede estallar por los aires para devolvernos a la casilla de salida. Lo que para Dara es algo así como la posibilidad, siempre estimulante, de volver a contar la misma historia de mil maneras diferentes. Pocos autores, pocas escrituras, son capaces de atraer esa fascinación por el caos, lo disperso, el embuste, lo fugaz y lo falso como si se tratasen de estructuras perfectamente organizadas sobre la página. La historia de Lincoln Selwyn es un buen ejemplo de todo esto. El arte de Evan Dara, la confirmación de todo lo bueno de la novela posmoderna: su capacidad para renovar, una y otra y otra vez, la forma de contar una misma historia.
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