Sobre el andrógino, de Joséphin Péladan (Wunderkammer) Traducción de Palmira Freixas | por Óscar Brox
Ser bello es pertenecer a un tercer sexo. Contemporáneo de autores como Barbey d’Aurevilly, Jean Lorrain o Rémy de Gourmont, cuyo decadentismo hacía las delicias de una Europa de fin de Siglo, Joséphin Péladan fue una figura inquieta dentro de las letras francesas. Escritor y cabalista, hasta que rompió con los Rosa Cruz para mantener por su cuenta una nueva orden, provocador y erudito, Péladan consagró su producción literaria a la belleza. No tanto a crearla, sino a rastrearla y, a su manera, sintetizarla. Fruto de ese esfuerzo nació su pasión por investigar y elaborar una teoría plástica en torno al andrógino. Para Péladan la cuestión de la belleza necesitaba de una aclaración previa, resultado de la galantería con la que siglos de literatura había sexualizado el pensamiento occidental. De manera que se hacía necesario quitar esa idea de concupiscencia que se hacía patente en el común de los mortales a la hora de pensar en la belleza. O, dicho con otras palabras, de apartar un poco el instinto para poder ver mejor la pureza.
Péladan tomará como ejemplo la figura del ángel, tan afín a la pintura religiosa, para desarrollar sus ideas alrededor del andrógino. Pero, antes de ello, se dedicará a peinar la historia de Egipto, Caldea, Grecia y Roma en busca de las huellas plásticas del andrógino. Del coloso de Guiza a la esfinge con cabeza de hombre, senos de mujer y cuerpo felino (unión de pensamiento, pasión e instinto); algo más que una invención plástica, una decisión doctrinal en la que Péladan interpreta un tiempo no fragmentado, en el que el esteta no era el receptor de la obra de arte, que dejaba patente aún el peso del mito en el pensamiento popular. Una esfinge que podría ser prima de aquellos rostros de la Hélade y que esotéricamente representa el estado inicial del hombre. Unidad sexual, fórmula sagrada, semilla de la que surge una forma. O, mejor dicho, un arquetipo, que Péladan rastreará entre dinastías de faraones. Y, asimismo, ese parentesco que estrechará lazos con otros artes, como el arte cristiano en su representación de los ángeles.
Caldea, el arte fenicio o el persa son estaciones de paso para Péladan, lugares en los que apenas intuye algo destacado; anecdóticas o excesivamente centradas en la representación de lo masculino. En las que resulta imposible encontrar esa virtud que asociará al andrógino. Nada que ver con Grecia, que supo hallar la síntesis perfecta (véase el Narciso de Nápoles o el Apolo de Piombino), o ese bajorrelieve de Hermes, Eurídice y Orfeo en el que son las prendas las que distinguen el sexo de sus protagonistas. Para su autor, la creación es una cuestión de armonía, y esa armonía solo se puede dar a través de la unión. La unión de ángulos y curvas y la proporción con la que se bascula entre la masculinización y la feminización de los cuerpos. Y, sobre todo, la la falta de dramatización, el pecado que Péladan achaca a los artistas modernos. Con no poca malicia, la visión romana de Péladan traza una especie de arte adquirido de las tradiciones helénicas que, en fin, les sirvió para ser unos estupendos copistas.
Frente a la necedad de una mirada incapaz de reconocer la belleza salvo en el trazo grosero y simplista, el cristianismo se propuso recuperar esa belleza de la naturaleza. Esa eternidad dichosa que refleja el ángel será, asimismo, la síntesis en un mismo cuerpo del arquetipo cuyos elementos Péladan había rastreado previamente. El recipiente de una gracia primitiva, la belleza de nuestra especie en su plenitud. Una síntesis que es, a su vez, plástica y anímica. Y, en definitiva, la única concepción que abole la sexualidad, pues en su lugar prima en él la espiritualidad y la eternidad. También la pureza, que es lo que aleja al vicio, a lo chabacano y lo vulgar, de lo que debe ser la representación de la belleza.
Así, Péladan construye su himno a la belleza, a través de ese summum que supone el andrógino, como una investigación, desde la escultura, la pintura y sus diferentes tradiciones y, también, desde las escrituras, en torno a lo que queda de puro y virtuoso. De todo aquello que no ha quedado sexualizado en el pensamiento occidental, que todavía es capaz de evocar una idea de lo bello.