El jardinero, de Alejandro Hermosilla (Jekyll and Jill) | por Óscar Brox
A propósito de Martillo, una de las novelas de Alejandro Hermosilla, escribía cómo la vocación de su autor pasaba por convertir en performance -en imágenes, excesos e intensidades- una parte de la Historia de la literatura que corría desde Las mil y una noches hasta las obras de Potocki o Burroughs. El jardinero, en este sentido, parece una versión concentrada, reducida casi al tuétano, de aquella. Un fresco erótico y violento que transforma las cosas de la vida cotidiana en un jardín de perversiones. Las dicotomías, la dialéctica entre amos y esclavos o las diferencias de clase, en el combustible con el que arden las bajas pasiones y los instintos más primarios. El estilo lento y quebradizo, más de líneas que de párrafos, en estallidos brutales que nos interrogan por el orden de la transgresión.
Uno piensa en el jardinero infernal que acosa, en virtud de su contrato vitalicio, a esa región desconocida como en el extraño invitado que trastorna los cimientos de la realidad familiar en el Teorema de Pier Paolo Pasolini; que, en definitiva, expulsa hacia afuera todo ese espacio íntimo. Hasta corromperlo, apropiándose de él, mientras nos pregunta si en verdad se puede pensar de otra manera. No en vano, la abyección del jardinero viene motivada, principalmente, porque se produce sin nada, un velo de ignorancia o un acento moral, que la oculte frente a los demás, a diferencia de las orgías de mierda y sexo que tienen lugar en el interior del castillo. De modo que el lector siempre tiene la sensación de que hay algo, una incomodidad o una impostura, que el texto expone para obligarnos a mirarla. A pensarla. Como las malas hierbas que, pese a todo, forman parte de un jardín perfectamente organizado.
En este juego de espejos, la violencia del narrador es tanto o más feroz, tanto o más abyecta, que la del demonio que se encarga del mantenimiento de su jardín. Hermosilla nos traslada a un estado casi alterado en el que las palabras saltan de las páginas y nos golpean en todo su erotismo, en su anhelo de transgredir ciertos lugares comunes, ciertas imágenes comunes, que más que asentadas se han convertido en un estorbo. En un escollo que nos permite escarbar y observar todo aquello de lo que se compone la naturaleza humana. De ahí que uno vea en el autor a una especie de invasor que toma lo mejor de cada casa -ya sea ese ambiente entre medieval y moderno o las citas que circulan de Sade a Bataille- para utilizarlo como ariete con el que cargar contra tanto dogma, ya sea moral o, peor aún, literario. Con fuerza, pero también con ingenio.
Al fin y al cabo, conviene ver en esa imagen de belleza serena que transmite un jardín la violencia y la brutalidad que lo han fraguado. En ese mundo delirante que recogen los muros del castillo, todos los habitantes se mueven entre el orden y el deseo, en ese eterno conflicto entre el instinto y las limitaciones que la moral establece para poder vivir en sociedad. Limitaciones que, huelga decirlo, tantas veces queremos transgredir. Por eso, uno ve en el carrusel de imágenes delirantes y ponzoñosas que trama Hermosilla el mismo aire de familia que animaba a otros tantos autores: la voluntad de conducirnos hasta un límite, sí, para derribar todas aquellas normas y convenciones que se han apalancado de tal forma que apenas dejan espacio para otra cosa. Para lo otro. Lo diferente.
En relación a sus anteriores textos, aquí el ejercicio de sampleo literario y apropiación creativa está íntimamente ligado, como los nodos de un árbol, a lo que se cuenta. A lo que se explora. A lo que explota en oleadas de violencia y deseo. Si en Martillo uno podía imaginarse a Hermosilla como pariente lejano de aquel Burroughs perdido en Tánger mientras redactaba informes para una sociedad secreta, aquí lo puede visualizar como descendiente bastardo de Lautréamont, como investigador de las malas costumbres que tratan de abrirse paso a empujones en un territorio surcado por convenciones morales. A base de podar, de depurar su novela de todo aquel elemento que pueda considerarse accesorio, la lectura de El jardinero resulta más ágil, pero también más violenta y viscosa, más terrible y erótica. Tenemos al alcance de la mano una exhibición de atrocidades y, como compañía para la lectura, a un autor que invade todos los textos para invitarnos a pensar si, en definitiva, se puede pensar de otra manera. Si hay otro lugar, otra moral, otras palabras para describir nuestra naturaleza humana. Para narrar ese combate del hombre consigo mismo. Para colocarnos ante el abismo y ver qué nos devuelve esa mirada.