Breve relación de vidas extraordinarias, de Martín Olmos (Pepitas) | por Juan Jiménez García
Las vidas imaginadas son un clásico de la literatura desde quién sabe cuándo. Sin saberlo, me gusta poner como referencia a Marcel Schwob, aunque en mi cabeza estén siempre presentes Alberto Savinio o Juan Jacobo Bajarlía. Dar voz a otros hombres que nunca existieron, trazar las biografías ejemplares de personajes de dudosa existencia (y digo dudosa porque no existieron, pero algo nos dice que podrían haber existido perfectamente, porque el mundo es así de raro). Útil Instrumento para intentar construir el mundo a través de las personas, de los hombres, como si fuéramos la medida de todo, la causa, y todo lo demás el triste resultado de nuestros esfuerzos y desvelos. Martín Olmos, con esta Breve relación de vidas extraordinarias, se suma ahora al género (si es que en su anterior libro, también editado por Pepitas, no tenía ya algo, aunque estuviera basado en hechos reales).
He empezado escribiendo sobre vidas y ahí, tal vez, esté el primer error. O la primera diferencia con todo lo demás. Tendría que haber empezado hablando de lo que trata realmente esta breve relación: del lenguaje. De las palabras. Porque no, este no es un libro sobre hombres que construyen vidas que construyen un mundo lamentable. Es un libro sobre palabras que construyen hombres. Y allá ellos con lo que hagan. Porque después de todo, aquello que no puede ser nombrado no existe. Y eso ocurre con los personajes de Martín Olmos: para existir necesitan ser construidos a golpe de martillo y se inscritos en la piedra. Cada adjetivo debe ser buscado, encontrado, masticado y revuelto en el estómago. Durante años, todos los que ha tardado esa lengua en madurar, en ser arrastrado por el fango del tiempo y en sobrevivir a nosotros mismos.
Como no estamos solos, esa escritura no deja de ser el eco de otras tantas, y los nombres saltan aquí y allá, como si de una película de Jean-Luc Godard se tratara. No somos más que el eco de otros que nos precedieron. En estas vidas de asesinos y putas, de maricones ajusticiados o tontos del pueblo, hay lugar para Susan Sontag y otros tantos. Para pensamientos que no estaban dedicados a ellos, pero que como trajes dados a la caridad para otros más pobres y miserables, encajan, visten, quedan algo grandes pero son suficientes.
Al final, hay un gusto a antiguo. A Edad Media, a ciegos recorriendo caminos polvorientos para contar a los demás que no deben sentirse apenados, que aún hay gente más horrible que ellos, con una existencias tanto o más lamentables. Escuchamos sus vidas y nos resultan conocidas. Por muy extraordinarias que sean, tiene algo de normal. Incluso de cotidiano. Hemos oído hablar de ellos. Algunos aparecieron en algún telediario. De otros supimos por referencias. Esas viejas palabras los sacan del misterio de vivir para entregarlos al misterio de la escritura, que es esa eternidad tanto tiempo buscada (y con la que no sabríamos que hacer).
Desde algún lugar llega una canción de Sonrisas y lágrimas. Y sí, eso debe ser todo, más o menos. Martín Olmos lo sabe muy bien. Maneja las palabras como si se tratara de un escultor (pero eso ya lo he insinuado). Y con la fuerza de unas palabras tan amenazadas como las abejas o los pajarillos de ciudad. Fijar, dar brillo y esplendor. Pero de verdad, como si fuera todos aquellos trastos heredados de nuestros abuelos. Y entre esos trastos, esos personajes, arrancados del álbum de fotos de una historia inexistente pero cierta.
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