Cuzco, de Víctor Sánchez Rodríguez para el Teatre del poble valencià (Teatre Rialto, Valencia. Del 11 al 29 de octubre de 2017)  | por Óscar Brox

Cada vez resulta más difícil poner tierra de por medio, escribir con paréntesis y saber cómo tomar distancia. Con las cosas y, sobre todo, con las personas. Permitir que respiren las heridas, antes de aceptar que se han convertido en cicatrices de otro tiempo. En agua pasada. En Cuzco, una pareja viaja de vacaciones a Perú, quizá para tomar distancia de la vida que llevan en su hogar, en busca de nuevos vínculos afectivos. Pero todo lo que vemos es la crónica de su inevitable separación, de esa otra distancia, esta vez emocional, engrandecida por un paisaje desconocido. Ese en el que los pequeños dramas cotidianos, el desgaste acumulado entre silencios, queda expuesto en la soledad de una habitación de hotel. Convertido en un diálogo entrecortado, en el mal de altura, en las grietas que sobresalen en las paredes del decorado. En ese aire de desamparo que rebota en cada una de sus palabras, en cada uno de sus reproches. Desamparo que, precisamente por encontrarse tan lejos de casa, muestra en toda su crudeza quiénes son, en qué se han convertido, sus dos protagonistas.

A Víctor Sánchez lo conocimos hace un par de años con Nosotros no nos mataremos con pistolas, retrato de una generación desilusionada que miraba en su interior para entender las causas de su fracaso vital. Cuzco, en cierto sentido, podría ser una continuación de aquella; una visión madura de sus reflexiones. En la que los diálogos aparecen más perfilados, como cada una de sus escenas, sin la urgencia de mezclar tantas cosas, tantas voces y personajes. Un ejercicio de reducción, sí, pero también un acercamiento más decidido a ese abismo que hay entre las palabras y las emociones. Al desamor, la soledad, la amargura y las cuitas emocionales. Cuando nos preguntamos qué somos, en qué nos hemos convertido, qué significa estar vivo. Y eso, esa madurez, se nota en una puesta en escena más cuidada, que funciona como la respiración artificial de esa pareja que vacía sus entrañas sobre el escenario. Que reacciona a su ternura, a su violencia, a su patetismo hasta, en un detalle de escena maravilloso, abrirse ante el espectador para subrayar la distancia imposible de conciliar entre ambos personajes.

Para un texto tan descarnado como Cuzco, Sánchez y su equipo aportan algunas ideas muy interesantes: está, en primera instancia, el lugar. Ese paisaje peruano que atrae tanto como desorienta, en el que se pierden sus personajes para luego no saber cómo reencontrarse. En el que, fundamentalmente, nunca hallan ese paréntesis que les ha llevado a emprender el viaje. La oportunidad. La segunda ocasión. Solo una distancia que, a medida que avanzan los días, aumenta hasta borrar cualquier trazo de familiaridad entre ambos. Como dos extraños cuyas emociones no saben cómo interconectar. Está, también, ese aire de extrañamiento. El de un Cuzco que solo vemos a través de las palabras, de las fantasías e historias que ambos comparten. Un Perú que resulta ser el protagonista en off, cuya persistencia, sin embargo, contamina a los personajes hasta transportarlos a un escenario propio de un sueño. Y están, por último, unos diálogos que a veces suenan como martillazos y en otras ocasiones caen a plomo sobre la conciencia del espectador. Que se sumergen en lo más profundo, en busca de esas emociones desnudas, para tratar de confrontar nuestros deseos con nuestras realidades.

Los ajustados 80 minutos de la función son suficientes para ser testigos, casi voyeurs, del rápido proceso destrucción de su pareja protagonista. De la distancia que, poco a poco, los va arrinconando a un lado del escenario, sin apenas rozarse mientras comparten sus últimas palabras. Bajo la impresión de que ahora todo parece más fugaz. Los vínculos, los sentimientos, las relaciones, el amor, y realmente nunca sabemos qué hacer para conseguir que aguante un poco más. Lo suficiente para buscar esa palabra justa, para perseverar en lo imposible, para negar la realidad. Para construir otra realidad. De ahí que su final, a ritmo de cumbia reguetonera, exhiba sin pudor una suerte de catarsis. La de un deseo y una voluntad, los de ella, hechos cuerpo. Movimiento. Espacio. Tan cercanos, tan directos, que no cuesta ver en ellos el único momento de la función en el que no hemos sentido el frío de la distancia. En el que, de alguna manera, su personaje ha encontrado la forma de expresar lo que significa estar vivo. Pese a todo.

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