Luciano Bianciardi siempre fue alguien que vivió en un tiempo que solo le pertenecía a él. Terriblemente independiente, renunció a lo que los demás esperaban de él para encontrar lo que él esperaba de sí mismo. Hizo de todo, pero lo hizo con la convicción de que era eso lo que quería hacer y era ahí donde quería hacerlo. La vida agria, ya publicado por Errata Naturae, le dio su momento de fama, adaptación cinematográfica incluida. Pero para él todo seguía siendo lo mismo, una especie de huida de la monotonía, de la obligación de ser. Aquella fue la tercera entrega de una de esas trilogías seguramente involuntarias. La primera es El trabajo cultural.
Como en las dos siguientes, Bianciardi estará ahí, en una falsa autobiografía o una autobiografía falsa en la que no todo es real, aunque lo parezca. Nos encontramos después de la guerra, de la segunda. O, mejor (en el caso italiano), tras el fascismo. Tras el fascismo llegó ese momento en el que el comunismo toma fuerza (al fin y al cabo fueron, en buena medida, los resistentes) y, a la vez, se hace todo lo posible para que no llegue a ninguna parte. El fascismo, por otro lado, no se había ido a ningún lado, solo disimulaba (como en tantos sitios.. qué nos van a contar). El comunismo, el amigo soviético, las democracias populares, también constituyeron una especie de paisaje sobre el que se movió la vida cultural del país. Tiempos de posicionamientos, de alineaciones, que sufrirían, terriblemente, con la Primavera de Praga y la imposibilidad de mirar hacia otro lado.
La necesaria recuperación de la vida cultural ya no era una cuestión de Estado, sino que se hizo desde cualquier rincón y desde cualquier iniciativa. Estamos en una ciudad de la Toscana como otra cualquiera y hay dinero para intentar recuperar aquellos viejos tiempos que nunca existieron o idear unos nuevos, más justos y bellos. Se puede, por ejemplo, recuperar la biblioteca, tan triste, con ese bibliotecario más triste aún. Nuevos libros, nuevas lecturas, conferencias, debates. Todo es posible. Crear asociaciones culturales, con gente dispuesta a pagar dinero por libros, por ejemplo. U organizar un cineclub, aquellos maravillosos cineclubs, para los que tampoco faltarán expertos, llegados de cualquier lado para instruir al pueblo llano, ávido de conocimiento y, parece, de películas realístico-socialistas. Qué generación. Cuántas ilusiones perdidas, cuántas palabras lanzadas al aire como si uno estuviera subido encima de un tractor recorriendo los campos de trigo.
La mirada de Luciano Bianciardi solo puede ser irónica, con esa ironía melancólica de todo lo que se pudo hacer y no se hizo, y de lo que se hizo pero sin solución. Uno piensa en la necesidad de escritores como él, capaces de pensar en su tiempo y devolverlo desnudo, casi indecente. Y también en qué poco nos hemos movido en estos setenta u ochenta años. Cómo seguimos discutiendo y discutiendo mientras lo más importante (quién sabe ya qué) se pierde ahí, necesitado de esos silencios reveladores. Ya no estamos solos nunca, sino siempre enredados en redes y telas de araña. Ya no sabemos cómo alcanzar esa independencia feroz que alcanzó él. Tal vez libros como El trabajo cultural sean capaces de salvarnos, de revelarnos nuestra ignorancia, de reflejarnos en él. La literatura como testimonio y revelación de nuestros errores. Que son tantos.
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