La imagen podría pertenecer al género de aventuras o al de terror, pues se inscribe en ese punto intermedio en el que penetrar en un lugar ignoto comporta tanto riesgo como placer. Un barco, una expedición, unos náufragos o unos colonos, divisa la orilla de una isla. La promesa de alcanzar tierra firme, tras un viaje lento y penoso, es la brújula que dirige el colosal esfuerzo -humano, técnico y moral- de la nave. En ocasiones, el desembarco se produce en mitad de la noche. El cuerpo del barco atraca en la arena con toda la violencia de una colisión entre dos mundos. Minutos antes, la torre de vigilancia reconocía un extraño fulgor en la isla, como si aquella tuviese la capacidad de generar una iluminación complementaria a la de la luna. La expedición limpia los granos de arena de sus armas, echadas a perder tras el choque con la playa. Despiertos, con la mirada perdida entre la oscuridad y la densa vegetación que nace al final del puerto de entrada, escuchan los sonidos de la isla: animales, la acción y el efecto del viento, la pulsación interior de un espacio desconocido. VinyanRecuerdan por qué arribaron a este lugar -un tesoro, un naufragio, tal vez el destierro-, y reconocen ese gesto casi invisible por el cual el placer de la aventura se transforma en el miedo, cerval y primario, ante lo que no conocemos.

Aquella isla misteriosa es uno de los espacios de mi educación sentimental. Punto de partida o conclusión de un relato, la imagen del barco que avista suelo firme compone un catálogo de referencias que abrazan desde la delicada literatura de Melville a la deliciosa sencillez de la serie B. A veces, en el corazón de esa isla misteriosa habita una jungla indómita, edén o purgatorio para sus exploradores. Para un cineasta como Werner Herzog, la espesura selvática es aquella segunda piel que la sociedad nos obligó, en nuestro proceso civilizatorio, a desprender del cuerpo. Sin embargo, la selva también puede representar la apoteosis de ese mal cuyas raíces permanecen escondidas. El horror cuyo eco nos remonta a través de la corriente; la fragilidad humana que hunde nuestros pasos en el barrizal de hojas e insectos; la convicción de que estamos abandonando todo signo de familiaridad. El terror, sí, encajado entre nuestras costillas, que obstruye nuestras acciones y decisiones con su sobreproducción de miedo. Lo indómito desdibuja nuestras creencias, deforma nuestra idea del buen salvaje, nos pone en contacto con el corazón de esas tinieblas.

En el corazón de la isla, las categorías morales son relativas. Por eso hay tantas islas con monstruos como monstruos -saqueadores, bandidos o desheredados- que recalan en su interior. Lo que hace de ese lugar una imagen imborrable es, precisamente, el fruto de esa desobediencia moral: allí, en mitad del terror y la locura, de la violencia y la desesperación, también hay lugar para lo bello. La muerte, la desaparición o, por qué no, la victoria sobre nuestros demonios, siempre vendrá arropada por la naturaleza irreductible del escenario. Esa misma naturaleza que, ante el descenso hacia la locura del héroe o del grupo, responde con el canto sereno de un ave salvaje. Gesto de indescriptible belleza, el canto de ese pájaro conjuga la identidad de toda isla misteriosa: el deseo de aventura y la posibilidad del horror.


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