Imre: una memoria íntima, de Edward Prime-Stevenson (Dos bigotes) Traducción de Ainhoa Lozano Antoñana | por Óscar Brox

Edward Prime-Stevenson | Imre: una memoria íntima

A modo de presentación a una de sus novelas, La pasión según G.H., Clarice Lispector anotaba su deseo de compartir las palabras del libro con aquellos «que saben que el acercamiento, a lo que quiera que sea, se hace de modo gradual y penoso, atravesando incluso lo contrario de aquello a lo que uno se aproxima». A menudo pienso que esta es otra manera de afirmar esa intimidad que tanto cuesta exponer -en un tiempo en el que el grado de exposición de las cosas ha banalizado lo íntimo- como, también, compartir. Una advertencia de ese camino penoso que alumbra, como decía la autora brasileña, una alegría difícil. Porque cuesta alcanzarla, retenerla y, sobre todo, dejar que cale en nuestro interior. Edward Prime-Stevenson publicó en 1906 Imre: una memoria íntima, en un momento en el que el discurso sobre la homosexualidad vivía presa de la patología, la medicalización y la homofobia. Inédito en castellano, la editorial Dos Bigotes publica más de un siglo después la traducción de este pequeño y hermoso clásico de la literatura, una mezcla de relato íntimo, discurso activista y reflexión sobre la homosexualidad en los albores del Siglo XX.

Bajo los ropajes de un narrador al que le ha sido confiada la memoria compartida de dos personas, Prime-Stevenson cuenta la historia de un hombre perdido al este de Europa y de su amistad con Imre, un joven soldado húngaro. Oswald, nos dice su autor, ha peregrinado alrededor del continente, lejos de casa, en una búsqueda que concluye al conocer en un café de Szent-Istvánhely a ese hombre. Años borrosos que han dejado paso a una segunda madurez, la misma que necesitó el escritor para enfrentarse, al borde de la cincuentena, con el relato. En ese comienzo, que podría pertenecer a una novela centroeuropea del periodo de entreguerras, Prime-Stevenson describe con mimo en qué consiste esa búsqueda: comprender lo que ha vivido, lo que le ha conducido hasta allí; pero, sobre todo, no guardarse aquello que ha vivido, sino compartirlo con alguien más. Derribar esa máscara que le ha acompañado durante largo tiempo.

Prime-Stevenson dibuja unos primeros pasajes en los que sus personajes parecen caminar a tientas por el escenario, sin confianza en sus palabras, como si la fuerza depositada en el relato no hubiese estrechado los lazos entre ambos hombres. Aún existe una distancia natural, una mezcla de cortesía y caballerosidad, que permite a Oswald e Imre guardar las apariencias con cierta comodidad. El rubor, el deseo y esa vergüenza que consideramos esencial en nuestras relaciones sociales marcan los primeros compases del retrato de Oswald, en los que atisbamos ese impulso que, poco a poco, empuja al personaje para que lleve a cabo ese paso largamente suspendido en el aire: el gesto de hablar, de compartir la palabra y la memoria, la vergüenza y el rubor, el acercamiento a ese interior que guardamos con celo, que tan bien nos han enseñado a ocultar.

Tras un planteamiento de estructura convencional, en el que su autor dispone una serie de escenas que describen los encuentros entre los dos personajes, Prime-Stevenson detona el relato con dos apasionantes, profundamente humanos, monólogos sobre la intimidad de sus protagonistas. Cuando todo parece perdido, Oswald accede a esa última oportunidad de revelar su rostro, su corazón y su alma. En sus palabras fluye el ardor no solo de una vida vivida, sino también de una vida que necesita enfrentar y compartir lo que ha vivido; que no puede amontonar ya las experiencias, los sinsabores y las ilusiones, en el rincón más oscuro. Con cuánto arrojo vuelca su autor las emociones de sus criaturas en ese monólogo cruzado en el que cada palabra tiembla, titubea, trata de mantener su firmeza, da algún paso en falso; en fin, en el que cada palabra respira y vive, en el que cada palabra elude la confesión para apostar por esa penosa alegría que tan difícil resulta alcanzar. Esa misma que su autor encierra en la fórmula del amor que es amistad y la amistad que es amor. La promesa de dos corazones humanos cansados de ser piezas solitarias que juran vencer el uno al lado del otro.

Más allá de su enfoque esencialista sobre la homosexualidad, lo que, como señala Alberto Mira en el prólogo del libro, puede generar cierta controversia en la actualidad y no menos una visión utópica de la cuestión, el mayor aliciente de Imre: una memoria íntima se encuentra en la sensibilidad y la delicadeza con las que su autor enfrenta ese ámbito tan personal del sujeto. Cómo, a medida que el relato avanza, sus personajes toman impulso y determinación, cuán frágil es ese mundo interior encerrado bajo las máscaras. Pero, sobre todo, cómo Prime-Stevenson encuentra el momento y la persona, la posibilidad de compartir esa búsqueda que les permita comprender lo que han vivido. Desenmascararse para descubrir el rostro que hay frente a ti; rescatar esa palabra, intimidad, que es la clave para explorar ese sentimiento perseguido y reprimido, disfrazado o banalizado. La alegría difícil, que decía Lispector, o la impresión de descubrir un mundo (o de, simplemente, volver a habitarlo) cuando sabemos que ese alguien está en él. Como Oswald e Imre. Una identidad desnuda, una intimidad compartida.


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