El cine siempre ha sido un caleidoscopio de formas, algunas más elaboradas que otras, que compartían una idea en común: nunca se agotan las vías de expresión e invención de maneras de explicar algo a través de las imágenes. Clásicas o contemporáneas, las estrategias de puesta en escena nos han invitado a descubrir un extenso catálogo de posibilidades para la imagen: desde el maridaje con el cartoon desbocado en las películas de Frank Tashlin hasta la exaltación estética del goticismo en el último cine de horror dirigido por James Wan. Tal es su inagotable capacidad de invención que, incluso, la forma -a partir del trabajo paciente de determinados artistas- ha alcanzado ese viejo sueño del cine: la utopía de filmar sin contar nada, convirtiendo el cine en algo absolutamente sensorial, emocional, en el que las emociones no vienen de lo que se narra, de su dramatismo o del humor, sino de un movimiento de cámara, de un desenfoque, de una sucesión de planos, etc.
Todo se desmorona a nuestro alrededor y accedemos a un cine en estado puro, destilado, esencial; un cine que confía ciegamente en que a través de esas sensaciones llegaremos a entender el verdadero sentido de las cosas. Así, El sueño de una forma nos descubre esa incesante producción artística consagrada a elaborar imágenes y discursos, sentimientos y figuras que abran nuestros sentidos hacia una completa experiencia sensorial de las formas audiovisuales. Una experiencia que se derrama en los inquietos diarios personales filmados por Stephen Dwoskin, en la panoplia de recursos animados que Masaaki Yuasa desliza en cada nuevo anime, en la frágil belleza de cada anotación realizada por Kieslowski en su cuaderno de imágenes, o en la naturaleza puramente sensorial de la obra de Kaplanoglu. En definitiva, un viaje en dirección al interior de las películas, de sus imágenes y de los sentimientos que proyectan, de cómo nos exhortan a perdernos en sus profundidades y cómo nos transportan al auténtico placer visual a través de sus inagotables variaciones en las formas.