Quienes conocen la obra cinematográfica de Henri-Georges Clouzot saben de su querencia por las historias tortuosas, sórdidas y moralmente turbulentas. Historias que se apoyan, también, en unas imágenes que entrechocan el placer con lo malsano. Ahí están los primeros compases de La prisionera, con esos planos donde el deseo prohibido se derrame entre sus imágenes. A Clouzot, sin embargo, le sucedió algo parecido a Hitchcock: ambos dejaron aparcados dos proyectos cuyas grabaciones y pruebas dejaban intuir la sensación de haber cruzado, por fin, al otro lado de la imagen. Si Kaleidoscope era a Hitchcock el punto de llegada, la explosión definitiva de la sexualidad mórbida que el cineasta inglés congelara en el deseo por sus protagonistas femeninas; L’Enfer es a Clouzot el final de la persecución de una imagen, una obsesión y una historia que plasma el deseo (y los celos) hasta dejarlo completamente seco.
Clouzot nunca pudo concluir un filme que, años después, se atrevió a interpretar Claude Chabrol. Un filme sin final, obsesivo, capturado por esa mirada irrepetible de Romy Schneider, perdida entre filtros y colores, sonrisas y lágrimas. Paula Pérez ha hecho de ese coloso del cine efímero un brillante ensayo donde nos explica, poniéndose en el lugar de su director, la quimera por construir la imagen de su película. O, lo que es lo mismo, por empedrar el camino hacia ese infierno de la pasión. ¿No es ese el oficio del cineasta maldito?
Número cuatro
Pa(i)sajes: Lo efímero
Ilustraciones: Paula Pérez