Los relatos de médicos, de William Carlos Williams (Fulgencio Pimentel) Traducción de Eduardo Halfon y César Sánchez | por Óscar Brox

William Carlos Williams | Los relatos de médicos

En mi memoria, el nombre de William Carlos Williams permanece unido al de Eduardo Halfon desde que leí la Biblioteca bizarra de este último. En aquella, la pieza mayor de Halfon era una bellísima miniatura en la que las palabras de Williams, poeta y también médico, se entrecruzaban con las del escritor guatemalteco y su experiencia de la paternidad. Ese texto, digámoslo así, me proporcionó unas coordenadas, la búsqueda de un lugar literario (más allá de Paterson) y, tal vez también, el anhelo por una ligereza, una simplicidad, con la que desbrozar las complejidades de la naturaleza humana.

Los relatos de médicos, traducidos por el propio Halfon y César Sánchez, me inspiran una primera imagen; un punto de partida. La fotografía de Williams rodeado de frascos e instrumental preparado para rellenar la página en blanco. El informe. El retrato. La ficción con pequeños ribetes de realidad (su hijo, William Eric, explicaba cómo era frecuente encontrar entre sus anotaciones diálogos literales mantenidos con tal o cual paciente). La vida. Con eso bastaría. Porque hablar de la vida es, asimismo, hacerlo en toda su dimensión, de su hondura humana. De esa forma literaria de acercarse a lo que produce dolor, a la galería de rostros marcados por la pobreza que Williams observa con ojos de escritor y palabras de médico. A los que asiste, acompaña, juzga, intenta curar, pierde, recuerda y, definitivamente, mantiene con vida a través de cada texto escrito.

Para un lector de Williams, estos relatos pueden sorprender por su, digámoslo así, economía (acaso, también, precisión). Uno tiene la impresión de comenzar leyendo un informe o evaluación, cómo se desarrolla una situación y la concatenación de ensayos y errores mediante la cuál hallar un remedio para la enfermedad. Sin embargo, Williams apenas fuerza el trazo, el pathos, de la historia que está contando. Se ciñe a los hechos, o a la ficción con la que ha decidido envolverlos. Encapsula el tiempo, la angustia y la tensión, lo que sucede en su hora de consulta y lo que, prudentemente, pertenece al mundo de sus pensamientos interiores. Lo que decía líneas arriba: esa levedad, esa ligereza con la que trae a colación la fragilidad y la mortalidad tan propias de la naturaleza humana. La confianza, si se quiere, en una medicina que nunca deja de ser una prueba y una refutación. Buscar y seguir buscando las soluciones. En este sentido, uno de los relatos más conmovedores de la colección es Jean Beicke, no tanto por tratar el delicado asunto de la mortalidad infantil (muchos de los cuentos de Williams lidian con su trabajo como pediatra), sino por la tenacidad con la que su autor trata de reconciliarse con el factor humano. Con todo eso que, pese a todo, nunca encaja, siempre escapa al umbral de la ciencia.

La vida del Dr. Rivers, médico viejo comido por sus adicciones que, sin embargo, continúa disfrutando de su reputación es un buen resumen de la forma de entender el oficio según Williams. Léase el retrato, la violencia con la que su autor describe a un hombre vencido por el tiempo, también la veneración de la que goza a pesar de sus errores. Las vidas que pierde en el ejercicio de la medicina y las que ayuda a conservar. La botella medio llena y medio vacía. Siempre. Hay algo patético y hermoso, llamémoslo conmiseración, porque Williams se reconoce en las vulnerabilidades del anciano, en su poco tacto y en su (mucha, quizá) empatía, en la perseverancia y en el error (o en la perseverancia en el error, también). El factor humano, tal cual. Lo que engrandece a un médico de cabecera devorado por la vejez, la fatiga y, desde luego, el oficio.

Para un poeta, estos relatos describen la búsqueda de la palabra. La concreción. La coloración moral (cómo acercarse a lo espinoso sin necesidad de querer emocionar). La creación de un universo a través de lo llano, de lo cotidiano, de lo familiar. Agujas, estetoscopios, placas, camisas manchadas y gastadas, batas y ese olor a humanidad, a humildad, que formula también el relato de una América sumergida. Marginal. La de los inmigrantes y los desarraigados. La de los analfabetos. La América modesta. Sencilla. Insignificante. La América que prestaba su belleza casi innata y su brío a las palabras de Williams. A esa forma de iniciar los relatos casi en marcha, interrumpiendo un diálogo o un diagnóstico. O de poner en escenas retazos de su propia práctica médica para, acto seguido, envolverlos con una densa capa de ficción. Para ensayar retratos y autorretratos, intentona tras intentona de capturar en su totalidad el oficio de médico. O para consignar los sinsabores y la gloria de equivocarse y de dar con el diagnóstico adecuado. Todo ello, entre chorros de sangre, de fluidos, de partos más o menos difíciles y de rostros que la escritura de Williams desmenuza en busca de esos rasgos propios que los hacen inolvidables.

El oficio de médico proporcionó a William Carlos Williams algo así como un andamiaje, unos pernos, que sujetasen un mundo cultivado entre las palabras de la poesía y las cosas de la realidad simple y llana. El efecto que producen sus relatos, secos, a ratos directos o simplemente entretenidos, detallistas y poderosamente humanos, didácticos y duros, y también ligeros, bellos, conmovedores o sentimentales en su manera de exponer la derrota con la que carga la práctica de un trabajo, de cualquier trabajo, es muy claro: dejar que la vida respire, se entremezcle, aporte y sirva de cohesión a las palabras, la música y el sentido de un oficio. De un mundo. De ese mundo.


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