El amor es un monstruo de Dios, de Luciana De Luca (Barrett) | por Gema Monlleó
“Y un temblor
como un expreso lejano que se aproxima
en la raíz de sus dientes”
Gaudete, Ted Hughes
En el año 1992 la televisión pública húngara encargó a diversos directores de cine del país unos clips de 5 minutos para emitir antes del boletín de noticias de la noche. Péter Forgács adaptó los siete capítulos del Tractatus logico-philosphicus de Ludwig Wittgenstein a siete clips con filmaciones privadas e imágenes de archivo a modo de found footage que representaban de manera simbólica las teorías del filósofo austriaco. He recordado esta iniciativa mientras leía El amor es un monstruo de Dios de la argentina Luciana De Luca (Buenos Aires, 1978), un libro que más que estar compuesto por capítulos, y estos por fragmentos en mi mente iba componiendo escenas y secuencias, fracciones sensoriales y clips-literario-cinematográficos de la vida de una joven (sin nombre, sin edad) y de su familia en un entorno opresivo y rural, un trasunto sofocante del laberinto del minotauro plagado de moscas debido a la huelga del cementerio (“En el cementerio nadie trabaja. Imitan a los muertos”).
El pueblo deviene un lugar tan nuclear como siniestro en la historia de la novela (“desde que lo fundaron fue un perro huérfano tirándole tarascones al progreso”), una muestra explícita de la descomposición moral y familiar que envuelve a la protagonista. Un pueblo que puede ser cualquier pueblo con una casa grande y poderosa y muchas casas chicas, un pueblo con un río que mira y llama y corre, un pueblo-agujero que es entorno y encierro, que es polvo y brutalidad, que es muerte podrida y vidas al margen de cualquier dios, un pueblo como el zumbido de las moscas: “atravesado e insoportable”.
Y en el pueblo ella, la protagonista, la hija de una madre carroñera y abandonadora (de sus padres, de su marido, de sus hijos: “cuando nos parió, parió al mismo tiempo el abandono”), la hija que en su gigantismo deforme (“iba por el pueblo contando hormigas en vez de nubes”) no cumple las expectativas de belleza que la madre exige (y ahí resuena el Ignacio de El cordero carnívoro de Agustín Gómez Arcos, 1975), la hija que quiere ser “la última mosca de este linaje” porque no quiere legar el amor-monstruo recibido de esa madre huraña y “arisca como la ortiga”. Ella, “la primera hija, fea, desproporcionada, una ráfaga”; ella, “un cuerpo grande y difícil. Salvaje, brotando igual que los hongos”; ella, la hermana del retrasado, el “murciélago blanco”, el de “los párpados arremangados”, el niño “de cáscara demasiado débil, como un huevo”. Ella y su hermano, habitantes en la sombra de una casa “sin espacio para los besos ni las caricias ni las canciones de cuna”. Ella y su hermano, salvajes, sin orden, picados, molidos, rotos y remendados en una casa-cárcel, en un pueblo que zumba al ritmo de las patas llenas de muertos de las moscas.
De Luca escribe-filma escenas que dibujan todos los trazos de la extrañeza (también las de los fantasmas, también las de los suicidas, también las de los que miran al río), escenas en las que el ansia de salvación salta las tapias con la llegada de dos mormones que quieren evangelizar el pueblo. Escenas con polvo de western y picadas de jejenes que trazan hilos empáticos con otros pueblos: el de Trajiste contigo el viento (Natalia García Freire, La Navaja Suiza, 2022), el de Si las cosas fuesen como son (Gabriela Escobar Dobrzalovski, H&O, 2023), el de Carcoma (Layla Martínez, Amor de madre, 2021), y también los de las lunas de Federico García Lorca o los de los espectros de Juan Rulfo. Escenas-neblina, escenas-barro, escenas-remolino, escenas-correntada. Escenas-jaula, escenas-duelo, escenas-lastre, escenas-brida, escenas-dolor. Escenas con ataúdes vacíos y moscas y piedras y arena y otra vez polvo.
No hay amor-amor en este amor-monstruo. No hay amor que alivie el mareo “entre la tristeza y la nada” de esta hija que crece y ya no demanda su hambre de madre (“el amor materno y su lazo de ahorque, sus bridas”) ni de padre (“él era neblina, menos que aire”). No hay amor-cobijo entre los pájaros secos de sus piernas. No hay amor en “esa soga con nudo para ahorcado que éramos mi madre, mi hermano y yo”. No hay amor, sólo hay monstruos de dios y monstruos del diablo y monstruos de la maleza tragándose a la gente y monstruos de los espantapájaros decapitados y monstruos-médico hundiendo en la vagina infantil una mano enguantada y monstruos del agua que mira fija para comerse a quien la contempla.
Con fragmentos como planos secuencia, la prosa de De Luca perturba y asfixia, oprime y sostiene, construye una niña-adulta que crece queriendo ya no ser más hija, dispuesta a abolir los vínculos que lastran (“como si no estuviéramos atrapadas para siempre en este bosque negro de ser hija y madre, madre e hija”), entregándose a la intemperie de los cangrejos gigantes, buscando el hilo de Ariadna entre las embestidas del rubio mormón (“mi rubio diente de león, blanco leche, blanco susto de muerte, mi rubio áspero”). Brotan las palabras de El amor es un monstruo de Dios al ritmo de las heridas, bailando con los traumas, irguiéndose bajo una lluvia de cascotes, levantando el v(u)elo de los telones de la persecución y el juicio y el estigma y el desprecio. Lírica sensorial, que filma y pinta más que narrar (al modo de El fino arte de crear monstruos, Silvana Vogt, H&O, 2025), que resalta texturas y olores y pulsiones táctiles y polisémicas. Hay en la cadencia poética de la autora una grieta para la esperanza, un hálito antideterminista que ofrece a la joven protagonista la posibilidad de evadirse del laberinto del minotauro, la huida, tirando del hilo de una Ariadna elíptica, del espacio pequeño en el que sólo es posible ser quien se ha dicho que eres (y ahí reverberan el protagonista pirómano de O que arde -Oliver Laxe, 2019-, el que ante un nuevo incendio en el bosque luce, a ojos de los demás, la llufa de culpable o la letra escarlata en el pecho de Hester Pryme en la novela homónima de Nathaniel Hawthorne).
Si Péter Forgács se valió de Wittgenstein para sus episodios, De Luca se vale no solo de las palabras escritas en su novela sino también, gracias a la edición de Barrett, de las ilustraciones de Lisa Ivory que dibujan la lucha de los cuerpos vivos con los cuerpos muertos y la dualidad del poderoso-propietario vs el esclavo, enmarcando así una historia en la que ella, la hija, la hermana, permuta los papeles del cuadro de Goya y dice adiós a su fatum de perro semihundido mientras saluda el vuelo de los pájaros. Adiós pueblo-Leviatán, adiós monstruo-de-dios. Adiós pueblo-monstruo. Adiós, quédate con tus piedras.