La libertad en lontananza. Ensayo sobre Chéjov, de Jacques Rancière (Akal) Traducción de Francisco López Martín | por Juan Jiménez García

Jacques Rancière | La libertad en lontananza

Todos los cuentos leídos, tantas aproximaciones, obras de teatro, Tío Vania, El jardín de los cerezos, año tras año, Chéjov, ahí, siempre presente. Tan presente que es complicado pensar que podemos acercarnos de otra manera a él. Pasados de largo los ochenta años, Rancière tenía cosas que decir sobre el escritor ruso. En realidad, el libro es una reflexión sobre sus temas, pero también un acto de amor, envuelto en los innumerables fragmentos de relatos que lo puntean. Hay una voluntad de orientar, pero también un gusto por la escritura. Su reflexión parte de un aspecto que lo une todo: la servidumbre. Es decir, la renuncia a la libertad. En los relatos de Chéjov se suceden las pequeñas derrotas, frente a actos que pueden decidir una vida. Cobardía, conservadurismo, un cierto gusto por la tristeza, por lo malo conocido. La renuncia no es solo a la libertad, sino a la felicidad. Entonces queda el recuerdo. Cada uno de sus personajes tiene una opinión, y, entre todos, van construyendo una idea de las cosas. Le acusaban de no ser un escritor político, pero, como dice Rancière, solo era que incorporaba las ideas al movimiento de los cuerpos. Demasiado a menudo entendemos la política en la literatura como subrayados, algo inexistente en la escritura de Chéjov, sin ser un escritor indiferente. También, frente a una idea absoluta del tiempo, de un tiempo compartido universalmente, el escritor ruso cree en esas vidas individuales y, por tanto, únicas. Incluso el futuro colectivo, es una cuestión de cada uno de nosotros. 

Volvamos a la servidumbre, ese tema que atraviesa todo el ensayo. La decisión, después de todo, es cruzar o no cruzar el umbral. En los relatos o las obras de teatro se repite ese momento decisivo, ese momento capaz de cambiar una vida, aunque demasiado a menudo se elija que no, que tal vez todo no esté bien, pero es preferible. En Ojos negros, película de Nikita Mikhalkov (uno de los mejores adaptadores de Chéjov al cine), todo esto está contenido de forma ejemplar en el personaje de Marcello Mastroianni. Entre la dama del perrito, que supondría acabar con el vacío de su vida (al menos intentarlo) y la triste y aburrida estabilidad que le ofrece su mujer, elige a su mujer (una forma de servidumbre). Ranciére habla del comienzo y el fin: el comienzo no está al principio, sino que es una ruptura, un punto de inflexión. 

Chéjov, dice, no escribe literatura a golpe de martillo. Demasiada luz. Su escritura se mueve en los claroscuros, entre las luces y las sombras. Unas sombras, pienso, que suelen estar en el interior de cada uno de nosotros, enfrentadas a ese exterior que nos atrae y nos asusta. Se podría escribir, igualmente, un tratado sobre el temor, en la obra de Chéjov. Los anhelos y el temor. Conforme damos vueltas a sus temas, una palabra aparece como en destellos: frustración. O decepción. Pero hay algo que hace que no acabe de encontrar su acomodo, tal vez porque en ello debe haber una conciencia. En esos personajes enfrentados a sí mismos, a sus debilidades, a sus limitaciones, a sus servidumbres, la necesidad no es transformar el mundo sino romper el círculo de su existencia. Es una cuestión de sentimientos: cambiar la manera de sentir. Esa es la revolución que entienden porque el mundo les interesa, pero que se sienten incapaces de afrontar porque el mayor peso es el de sus vidas. Unas vidas que se construyen en instantes fugaces, lejos de ideas grabadas en piedra. En el concepto original, el mundo flotante japonés hacía referencia a la naturaleza efímera y transitoria de la vida. Me quedo con una frase de Rancière que encierra todo esto: les corresponde elegir entre dos fórmulas, que son dos maneras de tratar el tiempo: todo pasa o, por el contrario, nada pasa, todo deja huella. En todo caso, Antón Chéjov, escritor de lo efímero. 


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