Sé morir, de Elena Mesa (Tránsito) | por Gema Monlleó

«He dado el salto de mí al alba.
He dejado mi cuerpo junto a la luz
y he cantado la tristeza de lo que nace”
Alejandra Pizarnik
Emil Cioran escribió en sus Silogismos de la amargura: “Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera. Sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado”. Esta certeza, la de tener la vida en las propias manos, la de que a la vida no solicitada se le puede corresponder con la muerte voluntaria, es parte de la tesis sobre la que la colombiana afincada en Barcelona Elena Mesa construye su primera novela: Sé morir. Una novela híbrida, narrada, dibujada en collages insertados en el centro de la novela, entre diarística y epistolar, confesional, en la que el protagonista explica y se explica el sosiego que le produjo, en la infancia, el saber que uno puede acabar con su vida y su voluntad, ya en la juventud, de matarse (“Ya no voy a preguntarme quienes están en lo correcto. Los vivos o los muertos. Yo he elegido mi bando”).
La muerte en Medellín, en el Medellín de los 90 (la ciudad más violenta del mundo), había dejado de ser un tabú para convertirse en una constante. La violencia (social, delincuencial, institucional, familiar: “no sabía que en las familias también hay horror y uno tiene que defenderse”) era una estela con tantas ramificaciones como balas o navajazos en cada barrio. En ese contexto de violencia estructural la muerte, además de compañera inevitable, también podía llegar a ser una bendición (“la luz brota, suave y persistente, en los rincones donde la muerte abunda. Ese es mi lugar en la familia de las cosas”). Por eso, para el niño sin nombre protagonista que descubre el cadáver ahorcado de su vecino (“¿cuántos minutos estuve mirándolo? ¿por qué pienso que esa imagen es hermosa?”), el suicidio deviene un as en la manga, una tabla de salvación a la que asirse si es (cuando sea) preciso (“ese día un rayo me partió en dos, porque yo no sabía que tenía ese poder, que era posible acabar con todo lo que yo quería que se terminara para siempre”).
Él y su hermana viven con una madre que, sobrepasada por la vida (“alguien que ya no ve nada y está perdida en el centro de su oscuridad”), elude sus cuidados, y de la que lo único que sabemos (intuimos) es que se trata de otra mujer más que sufrió la violencia estructural de su entorno más cercano (“así son las casas de algunas familias, y nadie sabe por qué es tan difícil salirse del horror”, ahí resuena la Belén López Peiró de Por qué volvías cada verano, Las afueras, 2020) y que malvive boqueando en los barrios altos mientras el lumpen coloniza el suyo. Ante este panorama la pregunta con que Mesa envuelve a sus personajes no es tanto por qué morir sino más bien por qué vivir (“ese día yo sentí lo que debe sentir la gente cuando la mirada se le pone oscura”). Él, el niño que sufre la incomprensión de sus compañeros en la escuela, el niño con una homosexualidad latente pero no “confirmada” (consciente de no encajar en los patrones de la masculinidad), el joven que no logra alcanzar las respuestas para preguntas que no sabe cómo hacerse, necesita escapar, aislarse del ruido constante de la(s) violencia(s) consumada(s), aunque para ello deba separarse de la única persona que lo sostiene: su hermana, interlocutora de su diario y co-narradora de la historia (“basta que mires con tus ojos y así también podré irme más seguro, porque fue tu mirada la que necesité para sostener mi vida, porque es tu mirada la que necesito para sostener mi muerte”).
Y la huida, su huida, el retiro primero, la posibilidad última de no consumar el descubrimiento infantil del cinturón en el cuello, tendrá nombre de monasterio en las montañas (“ahora pienso que tal vez no alcance a ver los espíritus en el tiempo que estaré aquí, pero me gusta pensar que los veré de otra forma, cuando esté allá, con ellos, al otro lado del fuego”). Y el monasterio lucirá la expectativa de encontrar a Dios, a un dios que ofrezca explicaciones confortables en un mundo sin certezas (“y en cada paso yo sentía la extrañeza de pensar que no volveré a pisar estas calles, las que fueron mi pedacito de mundo”). Y ahí, lejos de Medellín, rindiéndose a la evidencia de que al ruido interior no lo aplaca la regla de silencio monacal (“cuando no hablaba yo me hablaba el cuerpo con todas esas palpitaciones”), escribe que no hay sostén (ni el de la escritura, a ratos salvífica: “mi libertad interior sucede escribiendo”, ni el de la familia escogida o la familia rescatada) y expone su verdad última que no es más que la constatación de que ante una determinación poderosa no hay grieta por la que escurrirse.
Mesa rehúye los tabús y nombra lo tantas veces indecible con voluntad política: el suicidio y la violencia, el apre(he)ndizaje de la muerte desde la vida, el inconsciente colectivo del patriarcado. El poema La noche de Alejandra Pizarnik (autora también suicida) titula con sus versos cada uno de los capítulos componiendo de manera explícita un homenaje lírico que va más allá del protagonista, de La Bicho, y de tantos otros muertos, un homenaje empático y colectivo a los que (se) deciden morir (“¿Pero, dime, ¿qué hay de malo en querer morirse?¿Alguien acaso podría decirme por qué vivir es la opción correcta?, ¿por qué es una decisión más digna?¿Por qué la gente cree que allá no hay espacio para mí, para los que, como yo, decidimos irnos de esta forma?”). La novela es una indagación sobre el suicido no auto conclusiva, que no intenta explicar ni dar una respuesta, sino que pretende contar, narrar, eludiendo juicios o prejuicios. Que el relato oscile entre la confesión y la paráfrasis, que sea oblicuo como un poema narrativo y que incluya paratextos como los collages (“yo me guardo los recortes de los papeles más bonitos y los escondo entre las hojas de mi diario, y más tarde los junto para ofrecerte a ti algo parecido a lo que hacen los monjes, que es darle belleza a la basura”) es el modo que ha encontrado Mesa para que la narración de este rememorar, con tanta verdad incómoda, no se nos atragante.
Tuve la fortuna de asistir a la presentación que ofreció la autora en la Llibrería Nocturama de Barcelona, en la que Mesa rememoró su propia estancia en un monasterio leyendo las cartas del joven que inspiró la historia, las cartas a su hermana que en la novela toman la forma de diario. Con este recluirse en el silencio (concomitante al que relató Angélica Liddell en Guerra interior, La Uña Rota, 2020), con este el alejamiento del peso estridente de la realidad cotidiana a semejanza del que buscaba su protagonista, Mesa alcanzó un hermanamiento con la historia, un dejarse habitar por palabras ajenas que más tarde se concretarían en novela y dibujo, en un doble diario de palabras e imágenes líricas (se intuye a la Mesa poeta), destiladas y concentradas que confluyeron en este Sé morir totalmente despojado de lo superfluo y pleno de ternura y aceptación de lo incompre(he)nsible.
En Silogismos de la amargura Emil Cioran se abisma a los vacíos existenciales con la duda como único criterio y el desengaño como actitud vital. En Sé morir Mesa construye un silogismo-río para “buscarle un lugar a las heridas”, un silogismo falible ante el que confiesa “Acertamos. Fallamos. Escribimos”, un silogismo expandido que nos entrega en forma de novela como un legado tan iluminador como desgarrador sobre la vida, sobre la muerte.