La miseria de las cosas, de Dimitri Verhulst (Lengua de Trapo) Traducción de Marta Arguilé | por Juan Jiménez García
A diferencia de aquellas obras donde uno cree estar viendo al escritor por todos lados, de aquellos libros en los que estamos tentados a pensar que es su vida, que eso le pasó a él, que todo es pura autobiografía, La miseria de las cosas, del belga Dimitri Verhulst, consigue, misteriosamente, el efecto contrario. Aquello que cuenta es tan disparatado a veces, cruel a ratos, que estamos tentados de pensar que no, no puede ser que esa fuera su vida y esa su familia. Ni esa su abuela ni ese su hijo. No, nada puede ser cierto. Y sin embargo, ¿cómo pensar otra cosa?
Veamos. Dimitri Verhulst (protagonista) es el hijo no especialmente deseado de Pierre Verhulst, conocido como Pie. Pie, al igual que sus hermanos, Zwaren, Herman y Karel (conocido como Potrel), vive en una borrachera permanente. Dimitri, abandonado por su madre, vivirá con todos ellos y compartirá sus aficiones. No es que sea un especial sufrimiento. Las andanzas etílicas de sus tíos (y padre) dan para un libro. Un libro como este, por ejemplo. ¿Andanzas? Sí, cada relato no deja de ser una aventura, para acabar siendo un fragmento de algo mucho más complejo. Pongamos: un fragmento de vida.
Al principio, la vida es fácil. Uno es un crío y lo único que le queda es esperar con la abuela a que vayan regresando esos grandes héroes de nuestro tiempo. Bien sea el tío Herman, batiendo el record de resistencia a los brebajes o bien el tío Potrel, casi un hermano por edad, organizando un Tour de Francia en el que las etapas son aquello que va del primer vaso de algo al último, muchos tragos después. Esperar, pues, a que alguien llame a la puerta, bien anunciando el último desvanecimiento o, peor, intenciones más turbias, como llevarse embargado el televisor. Porque claro, beber es un trabajo a tiempo completo que no permite ser compartido. Y si se trabaja es el tiempo estrictamente necesario y con el único objetivo posible: seguir bebiendo.
A veces, los Verhulst se tienen que enfrentar a ciertas sobriedades. Buscar un lugar donde ver el concierto de su ídolo, Roy Orbison, o perder un amigo (tampoco tanto) por la fama inmemorial de los suyos, caso de Dimitri, pero después de todo no hay ningún problema de conciencia. La vida es así, eso es lo justo, y así pasan los días, alegremente. Bien, quizás no siempre, pero estar sobrio en estos tiempos ¿te asegura algún tipo de felicidad?
De vez en cuando, alguna nube, alguna duda. Una cura de desintoxicación emocionante de desenlace incierto, una asistente social enviada por vete a saber quién (lo sabremos) para rescatar al pequeño Dimitri de su destino. Y bien, seguramente acabó rescatado, puesto que se hizo escritor. Pero ni aun siendo escritor ni yéndose bien lejos uno está a salvo de nada, y la familia sigue ahí, a tres horas o a una llamada de teléfono. O a nada. Dimitri Verhulst tendrá un hijo al que no quiso ni quiere y que tiene el horrible nombre de Juri (culpa de su madre, error de juventud) o visitará a su abuela, que ya no recuerda nada, atrapada por la demencia. Y más cosas. Pero todas esas cosas serán la parte gris o triste. Sí, sigue estando ese humor desenfrenado y esa ironía salvaje. Siguen estando todos, vivos o muertos, presentes o evocados, pero la vida se habrá ido convirtiendo en otra cosa, una cosa diferente. Tal vez no mejor, tal vez más sana. La sobriedad cruel. Algo así.