Aprendí a ir en bicicleta practicando una y otra vez en un inmenso aparcamiento completamente vacío los domingos por la tarde. Cierto día, mi padre me llamó desde la otra punta del garaje para que viese una cosa. Pedaleé a través del circuito de plazas de aparcamiento hasta llegar adonde estaba. Allí, junto a él, agonizaba un pajarillo cuyo nido no estaba lo suficientemente bien construido para soportarle. Mi padre había intentado en vano depositarlo en una de las ramas del árbol, pero era demasiado tarde. Unas semanas antes, mi abuelo había muerto. Cuando eres tan pequeño, esa clase de pasajes de la vida no alcanzan a tener el sentido o la profundidad que les confiere una mirada adulta. Consciente de que no entendía el motivo de esa ausencia, mi padre aprovechó la muerte del pájaro para explicarme -ahora pienso que para explicarse él también- la de mi abuelo.
Esta anécdota familiar encapsula la historia que despliega Kauwboy. Jojo, un niño que vive con su padre, encuentra una cría de grajo en una de sus escapadas al campo. En un principio intenta devolver al ave a su nido, pero finalmente decide llevársela a casa y criarla en su habitación. La ausencia de la madre, una cantante que ha dejado un vacío en el hogar familiar, es compensada por el diminuto pájaro en el que Jojo vuelca todas sus emociones frustradas por un entorno mediocre. En estos primeros compases, la cámara de Boudewijn Koole observa la difícil convivencia entre padre e hijo, separados por una ausencia materna que compensan como pueden. Incapaces de poner en común el dolor que les une, Jojo y su padre abandonan su tristeza en improvisados juegos o rutinas que, de una u otra manera, estallan en su tristeza. La llega de Jack, el grajo, supone el principio que todos necesitamos, esa educación sentimental que restaña las heridas y muestra otro mundo posible en el que la vida continúa.
Como en cierto cine de raigambre social, en el paisaje de Kauwboy no hay lugar para la fantasía, pues al otro lado de la ventana de la habitación está la autovía o la insignificancia de un entorno urbano completamente anodino. Por eso, Koole confía en los vínculos que establece el niño con su pájaro como la única escapatoria posible de un espacio que no sabe generar el consuelo o responder a las necesidades del pequeño. La educación de las aves, podríamos decir. El mimo, la delicadeza o el proceso de autoaprendizaje de Jojo son las miguitas de pan que su director deja caer por el camino para enseñarnos de qué manera se colma un gran vacío emocional. En este sentido, hay una hermosa escena que refleja cómo, de manera natural, el niño procesa ese sentimiento de duelo interior: mientras Jojo oculta a su padre la existencia de Jack, le construye un improvisado nido con las cubiertas de los vinilos de su madre. Sin darse cuenta, ha comenzado a dar un nuevo sentido a todos aquellos elementos del pasado con los que no sabía lidiar.
La muerte o la desaparición, como otros muchos conceptos, son episodios vitales para los que nunca estamos del todo preparados. A veces tenemos tantas palabras apelotonadas en nuestra cabeza que ni siquiera podemos ordenarlas en un discurso. Mientras Roland, el padre, mantiene un violento silencio con respecto a su mujer, Jojo finge hablar con ella por teléfono, persevera en su deseo de celebrar el cumpleaños de la madre y, en fin, se niega a aceptar la realidad. Quizá por eso, la llegada de Jack a su vida es otra forma de prolongar unos sentimientos que se habían quedado sin hogar, que ya no sabía adónde dirigir. Ese es, tal vez, el reto ante la muerte: saber qué podemos hacer con el cariño perdido a una persona que ya no está. La mirada de Koole sobre el tema es comprensiva, consciente de su papel de compañero de fatigas de ese niño de diez años que no sabe dejar de sufrir. Por eso destaca la manera en que describe el momento crucial del filme en el que Jojo mata accidentalmente al grajo. La muerte vuelve a hacer acto de presencia, pero el niño no la percibe del mismo modo. De pronto, el proceso vital en formato reducido que ha experimentado tras su amistad con Jack le confiere un valor añadido: la posibilidad de saber decir adiós.
Todo proceso de duelo refleja nuestra resistencia a despedirnos de alguien, a notar el vacío que se arremolina en nuestro estómago. Con Jojo la sensación es parecida, uno no puede secar sus lágrimas cuando tiene miedo a no saber continuar con la historia. Kauwboy podría ser un ensayo sobre la vida que sigue a continuación, sobre el método que descubrimos para sobrevivir a nuestros recuerdos. Jojo halla en esa educación de las aves, en la amistad forjada con Jack, los motivos que nunca tuvo para cerrar la herida de la muerte materna, las palabras desconocidas que colman su tristeza. Sí, hay algo cruel y terrible en el desenlace del filme, como si la historia se repitiese una vez más y tuviésemos que pasar por los mismos estadios emocionales. A cambio, hay en esa repetición otro matiz, que enriquece la experiencia traumática del pequeño protagonista: unas palabras desconocidas que le ayudan a saber cómo avanzar, cómo volver a vivir. Kauwboy es el relato del tránsito hacia un mundo donde el aprendizaje del dolor nos permite dotar de relieve y profundidad a aquellos pasajes que forman parte de nuestra vida. La crónica de esos pasos previos a la madurez, en los que descubrimos el sentido de cada palabra.