Los nadadores nocturnos, de José Manuel Mora (Teatre El Musical, Valencia. 23 y 24 de abril de 2016) | por Óscar Brox

José Manuel Mora | Los nadadores nocturnos

Pocas veces la sociedad ha sido más consciente de estar habitando un vacío, un simulacro, como en la actualidad. Una realidad hueca, soportada por los pesados andamiajes del capitalismo y la sobreproducción de estímulos, en la que cada cual busca su zona de confort para poder lidiar con las enfermedades sociales que enmarañan su anhelo de felicidad. O lo que la tribu, la familia, la empresa o el culto a uno mismo dictan que debe ser la felicidad. Basándose en un texto de José Manuel Mora, Carlota Ferrer lleva a escena este canto a la ansiedad de una generación desubicada en Los nadadores nocturnos. Una obra, ensayo, ballet y tragicomedia musical que no solo pone en liza las nuevas dramaturgias del teatro español, sino que también apuesta por penetrar, con la fuerza de su espléndido montaje, la coraza de esta era de la glaciación emocional.

Convertido en improvisado speaker de un grupo de personajes confusos, el líder de la orden de los nadadores nocturnos desgrana esa sensación de vacío que anega las vidas de sus protagonistas. De soledad, sí, pero también de vacuidad e indiferencia. De fachadas sociales que se desploman al menor soplido y excentricidades que enmascaran un deseo de normalidad. La paternidad, las relaciones sexuales o la vida en compañía son los ejes que mueven a sus protagonistas por el escenario. Personajes que incorporan la danza como expresión, directa y brutal, de la maraña de pensamientos enquistados de tal forma en su interior que solo pueden describir con el torpe, pero asimismo bello, movimiento de sus cuerpos. Con el roce fugaz con el otro cuerpo, la coreografía chabacana que parodia la necesidad del sexo voraz, sin explicaciones, consolador y efímero, o el paso sincronizado (como en la natación) que hila las desgracias colectivas en un mismo cuerpo.

En Los nadadores nocturnos conviven el monólogo confesional, narrado directamente a cámara, y el discurso público; las escenas corales y los saltos de tiempo en los que cada personaje rememora el porqué de su caída en el abismo de la normalidad. Ferrer y sus actores trabajan el texto de Mora sin conceder demasiado espacio a la ironía, siempre malentendida, como un drama en el que las pocas risas que provocan sus diálogos acentúan la soledad de las criaturas protagonistas. Los conflictos interiores. La falta y la abundancia de ego, el pavor ante una vida abandonada a uno mismo, el miedo a una paternidad marcada por un mundo demasiado normal y excesivamente razonable. En el que, pese a haber inventado tantas palabras y tantos métodos, no existe solución que consuele a una intimidad herida. Tan solo la misantropía que las palabras de Mora acercan a unas coordenadas familiares para los lectores de Michel Houellebecq. Hacia los límites de esos dramas pequeñoburgueses que terminan con una explosión (como en Plataforma), con un estallido de escepticismo que ennegrece todavía más el mar de dudas en el que navegan sus protagonistas. Que desnuda miserias que, forzosamente, deben ser aceptadas.

Ferrer concede tiempo a cada personaje para expresar su dolor secreto, en busca de cobijo más que de comprensión, en mitad del negro escenario teatral en el que las distancias entre unos y otros parecen resaltar más. En cada monólogo se trata abiertamente la vida, los deseos y sus frustradas realidades, incluso el horizonte del suicidio como salida de emergencia. Como lógico paso adelante para un grupo humano que solo ha encontrado apoyo regocijándose en sus pesares. Ganivet, Hemingway, Winehouse, todos ellos son miembros honorarios de la orden de nadadores nocturnos, solitarios marcados por la decisión de levantar la mano contra ellos mismos. Y, sin embargo, ninguna de esas historias cala lo suficiente como las tentativas de cada personaje por acercarse. Por rozar el cuerpo del otro. Iniciar una relación o liquidarla. Encontrar una voz. Unos sentimientos. Otro horizonte. Dar forma a ese vacío interior que los atenaza para conseguir zafarse de él. Narrarlo. Compartirlo. Quién sabe si también exorcizarlo.

El mérito de Los nadadores nocturnos es el de plantear un teatro de experiencias en el que, afortunadamente, los personajes desnudan su intimidad sin asomo alguno de pudor, arrojándola a la cara de un espectador que nunca sabe si ejercer el papel de confesor o de verdugo. De compañero o de miembro de ese mundo hermético que crea órdenes de nadadores para vaciar sus frustraciones. Un teatro, decía, que hibrida la expresión corporal menos refinada con las necesidades dramáticos de un texto cortado a machete. Duro. Exigente. Visceral en lo que se refiere a las emociones que dibuja. Que habla no solo de nuestro presente, también de la problemática relación que mantenemos con él. De ese afán por crear burbujas en las que esconder un malestar que nunca se hace público. Para el que sobran palabras y faltan gestos. Que en este improvisado ballet de personajes tristes cobra especial repercusión porque nace de las mismas entrañas. Del deseo de abandonar ese vacío para conseguir algo. Otra cosa. La vida que nunca tuvimos. La que merecimos o, simplemente, la que no forma parte de esta pesadilla.

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