Alexandria, de Mertxe Aguilar y Guadalupe Sáez (Teatre Rialto, Valencia. Del 9 al 25 de noviembre de 2018) | por Óscar Brox
En un tiempo caracterizado por las fake news, las tormentas de mierda o la sobreabundancia de información que se crea y consume a gran velocidad, parece difícil creer en la posibilidad de fundar una nueva biblioteca de Alejandría que tenga por objetivo explicar en qué consisten las comunidades digitales. Los vínculos e hipervínculos que, sea cual sea la distancia, establecemos entre personas, pueblos, culturas y datos. Entre otras cosas, porque cada vez parece más palpable un sentimiento de recelo hacia la simplicidad con la que Internet y sus aplicaciones han relegado algo tan complejo como nuestras vidas. La facilidad con la que aceptamos tácitamente ser vigilados, ceder información clave y exponernos al escrutinio de una mirada virtual que, paradójicamente, es tan o más severa que la de aquel panóptico que Jeremy Bentham imaginara en el Siglo XIX.
Cabe decir que Alexandria, el texto dramático de Mertxe Aguilar y Guadalupe Sáez, se estructura alrededor de estas cuestiones, poniendo especial relieve en el aspecto dramático con el que las nuevas formas de convivencia digital han alterado nuestra manera de entender las cosas. O cómo los nobles ideales que albergaba la Biblioteca de Alejandría original se han visto lastrados por un exceso de horizontalidad en la red que provoca ruido, barullo, ideas entrecruzadas y la sensación de que, en la actualidad, parece difícil saber de dónde proviene el conocimiento. Cuáles son sus fuentes. Qué grado de libertad, en tiempos de cadenas invisibles, nos aporta el saber. Así, los personajes de Alexandria ejemplifican algunos de estos problemas, en su choque con la mirada represora de la sociedad digital, en la forma en la que conducimos nuestras relaciones sentimentales o cómo construimos unos vínculos débiles con nuestro hogar para recordar, si cabe, su presencia real. Su identidad, como un hito en medio de una carretera asfaltada con datos, cuentas, imágenes y avatares.
En este sentido, resulta difícil imaginar la reflexión de ambas dramaturgas sin la puesta en escena urdida por Juan Pablo Mendiola, en la que un conjunto de cubos y pantallas invaden el escenario para simular la interfaz de las vidas de sus protagonistas; tan pronto una pantalla digital, tan pronto una pecera-celda en la que los diálogos y monólogos quedan aislados en las modestas dimensiones del lugar. Fomentando esa sensación de presión, de prisión, de espacio cerrado del que sus protagonistas no saben cómo escapar. No en vano, como sucedía en Dystopia o Harket [protocolo], la historia de Alexandria también coquetea con los registros del género; en especial, a través de la historia del homicidio involuntario de un niño en mitad de una manifestación ciudadana, en la que dos de los personajes están directamente involucrados; o en ese aire de thriller paranoico que convierte a una mujer que retrata el tedio de los no-lugares que son los aeropuertos internacionales en el escenario para planificar un atentado terrorista.
Tanto Aguilar y Sáez como Mendiola tienen muy claro que drama y acción, personajes y entornos virtuales, tienen como objetivo mostrarnos la fragilidad con la que identificamos a nuestra contemporaneidad. Ese sentimiento de que todo está de paso, fracturado entre opiniones cada vez menos matizadas y sí más beligerantes, escrutado hasta el mínimo detalle por el fantasma de la corrección moral y azotado por ese vacío vital que convierte a los protagonistas en prisioneros de sus ordenadores personales. En criaturas que observan, que notan, cómo los vínculos emocionales que marcaron sus primeros años en la vida se descomponen tras las obligaciones que dictan las nuevas sociedades actuales. Con la app como reclamo para implementar una experiencia de vida que, en definitiva, no puede colmar en sus imperfecciones a la vida misma. De ahí esa rara melancolía con la que sus autoras interpretan el momento actual: con la presión de un entorno hostil acechando a cada instante, pero también con la promesa de que aún hay margen para recuperar los ideales que albergaron el nacimiento de la vida en red, más allá de su eventual corrupción.
Cuando hablamos de nuevos lenguajes escénicos, nos referimos al (buen) uso que la tecnología aporta a la dramaturgia teatral. En el caso de Alexandria, creo que fondo y forma, acción y reflexión, necesitaban de ese ambiente digital creado por Mendiola y su equipo. Para resaltar, si cabe, el choque y las artistas que el elemento humano describe en sus numerosos contactos con la inteligencia artificial. Como sucedía en La tristeza de los ogros, de Fabrice Murgia, el recurso de la pecera y la grabación y proyección en tiempo real proporcionan un extrañamiento, una artificialidad, que recalcan la sensación impersonal de unos personajes marcados por su convivencia digital. A los que hábilmente se les da la vuelta al calcetín para enseñarnos sus costuras, sus heridas e imperfecciones. En resumen, esa vulnerabilidad que nos invita a escucharlos. A sentirlos más cercanos, más propios. Reales. Y es que, en cierto modo, Alexandria juega con su premisa argumental para tratar de mostrarnos esa pizca de realidad, casi un residuo marginal, en el más artificial de los ambientes. Quizá como prueba de que, pese a todo, lo humano sigue ahí presente. Como esa raíz desde la que hacer brotar un nuevo lugar para el conocimiento.