Evel Knievel contra Macbeth na terra do finado Humberto, de Rodrigo García (Teatre El Musical, Valencia. 27 y 28 de enero de 2018)  | por Óscar Brox

En los primeros compases de la obra, pertenecientes curiosamente a su epílogo, una criatura digital surgida de las historias de Ultraman nos pone en antecedentes. En la batalla contra un Orson Welles atrapado en su personaje de Macbeth, el viaje de Lisias y Demóstenes hasta Salvador de Bahía, la presencia del famoso piloto de acrobacias Evel Knievel y ese improvisado ring de combate que comprende la distancia entre dos puestos callejeros de comida. El cine, la filosofía y la cultura popular convertidos en la argamasa de un discurso que, en primera instancia, parece planteado para estirar hasta el límite el concepto de espacio teatral. O para dinamitarlo. Y eso que, paradójicamente, pocas veces un caos como el anteriormente descrito ha sido presentado con tanto orden; con tanto rigor, diríamos, habida cuenta de los capítulos y anexos con los que, salvando el recurso irónico, García divide su obra.

¿Qué queda, entonces? El shock estético, ante todo. El comentario de una cultura, la contemporánea, repleta de baratijas intelectuales con las que malgastamos el tiempo, y que García reduce al absurdo mientras se regocija en lo más banal, lo más pueril y grotesco, de la cultura del consumismo. Esa en la que a Philippe Starck le encargan convertir un Mini en un ataúd de diseño; o en la que los dietarios y meditaciones de Lisias y Demóstenes se transforman en una acumulación de palabras, en una sopa de letras proyectada a toda velocidad sobre la pantalla, que no llevan a ninguna parte. Solo al shock, al éxtasis, que García pone en escena en toda su brutalidad: hilando piezas de animación digital demodé con una lucha a muerte contra Neronga -la criatura surgida de las historias de Ultraman; o inventando un catálogo de helados infantiles con partes de la anatomía humana urdido por Orson Welles/Macbeth. Reivindicando, en definitiva, su derecho a incomodar. A tocar las narices. A jugar con las entrañas de la cultura contemporánea mientras nos las lanza a la cara.

El collage de videoproyecciones, acciones y sonidos, por momentos bellísimo, refleja el interés de García por desarticular cualquier clase de ortodoxia escénica. Sin miedo a que sus actores intervengan en las escenas del Macbeth de Welles o a construir un bucle en torno al último salto de Evel Knievel; a crear un ambiente sonoro y acompañarlo con los loops musicales que compone en escena uno de los actores; a poner bocadillos, como en el tebeo, junto a los cuerpos espasmódicos de sus actrices y hacer, precisamente, de estos cuerpos el emblema de cualquier cosa: la voz de Demóstenes, la moto de Knievel o la armadura de los últimos guerreros que luchan a muerte en la tierra de Humberto. De ahí que sea una obra en transformación, un movimiento continuo hilvanado entre la pantalla y la escena, la voz y los cuerpos, el rigor y el caos, la ternura y la brutalidad. Suma de contradicciones, que García explota sin piedad, en cada uno de esos largos monólogos que se tornan irreversiblemente en palabrería. En gestos vacíos. En gritos en mitad de la oscuridad de la sala. O peor aún, de la nada. De toda esa basura, toda esa fealdad, que pocas veces reconoceremos tan bella.

Probablemente, Evel Knievel contra Macbeth na terra do finado Humberto sea una experiencia teatral única. Una obra que, más que ver, se siente y vive. Que describe otra forma de crear y entender el espacio dramático del teatro mientras cuestiona las posibilidades de éxito de esas nuevas creaciones en una época, en un contexto cultural, marcado por el absurdo y la mediocridad. Por ídolos de saldo como Evel, por la nostalgia del pasado (el fantasma de Welles/Macbeth), el fracaso de las ideas (los monólogos de Lisias y Demóstenes) y la frustración que todo eso vuelca sobre las imágenes del presente. De un presente tan loco como para poner en escena la lucha a muerte entre un monstruo surgido de una serie de dibujos y un personaje literario congelado en la película de un director. De una cultura contemporánea que solo parece arrancar a golpe de shock estético. Empeñada en llevar al límite palabra e imagen hasta que no den más de sí.

Tal vez por ello, el de García no sea un teatro fácil; más bien, un escupitajo en la cara del público o un acto de terrorismo cultural. Y, sin embargo, qué elocuente resulta su reflexión al hilo de nuestro tiempo. De nuestra cultura de baratijas intelectuales y nuestra indignación ante la primera cosa que pasa. Tan falta de provocaciones. Tan estéril y conservadora. Puede que Evel Knievel contra Macbeth na terra do finado Humberto no sea una obra para todos los públicos, pero cuánta falta hace entrar a descubrirla. Tanta como la que apunta la larga trayectoria escénica de Rodrigo García.

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