Els nostres, de Begonya Tena, Xavi Puchades, Patrícia Pardo y Juli Disla. Dirigida por Eva Zapico (Teatre del poble valencià, Teatre Principal, Valencia. Del 16 al 27 de mayo de 2018)  | por Óscar Brox

Conviene recordarlo: antes de que las autoridades desmantelasen el campamento, más de 8.000 personas vivían hacinadas en la jungla de Calais. O en un limbo legal que, durante años, se ha preocupado más por fabricar soluciones administrativas a problemas demasiado humanos. Quemadlos vivos, decía una facción (una de tantas) de la ultraderecha griega a las personas sin techo ni ley varadas en el campamento de Lesbos… y de eso solo hace un mes. Por mucho que cada vez lleguen menos imágenes, o que los informes de un campamento se confundan con los de otro, mientras aumenta el goteo de comunidades humanas que cruzan el Mediterráneo. Que desaparecen en los márgenes de cualquier no man’s land. De los CIES, las vallas o las infinitas fronteras, a menudo más morales que físicas, que impone la realidad de haber perdido un hogar. Unas raíces. Un territorio.

Es probable que Els nostres sea una de las mejores producciones surgidas de la iniciativa escénica del Teatre del poble valencià. Teatro directo, actual, ciudadano, que se acerca a las numerosas heridas abiertas de nuestro tiempo con vocación humanista. En este caso, la crisis migratoria que sacude, con sus múltiples ramificaciones, la realidad de los países mediterráneos. Crisis que, huelga decirlo, se vive y palpa desde diferentes posiciones y lugares; el nuestro, como observadores (y, por qué no decirlo, cómplices) de la doctrina neoliberal de gobiernos más preocupados por vender munición para la Guerra y civismo de boquilla para nuestras conciencias. La obra, dirigida por Eva Zapico, parte de un texto coral escrito por Begonya Tena, Xavi Puchades, Juli Disla y Patrícia Pardo. Y, sobre todo durante su arranque, la idea de todas esas manos construyendo las palabras del drama de los migrantes cobra especial sentido, en tanto que la acción de la obra nos transporta de las costas de Libia al puerto de Róterdam para mostrar no solo las causas, sino también las consecuencias.

Los rostros y lugares del drama los conocemos, ni que sea aproximadamente. La madre que llora el cadáver de un familiar frente a la rapiña del fotógrafo extranjero que busca la instantánea moral. El armador preocupado por ocultar los datos de la mercancía que cargan los contenedores del barco. El capitán de este, cuya conciencia se ha visto demolida por años de tráfico, del contrabando a las personas. El temporero que solo quiere encontrar un hogar y el político que busca fabricarlo con la miseria de los demás. Cada personaje de Els nostres dibuja un punto en la constelación de nuestra Europa actual, vecina y, sin embargo, hostil. La de las camisetas de UNICEF, la de la sangre derramada silenciosamente en las concertinas de una valla fronteriza o la del desprecio total ante los colectivos ciudadanos que reclaman el derecho a acoger. La situación de emergencia humana. Y cualquiera diría que la obra queda impregnada por ese sentimiento de urgencia, de inmediatez, que, con un lenguaje coloquial y cercano, con situaciones que aportan cotidianidad a lo que geográficamente nos queda lejano, nos coloca en el epicentro del drama. En las lágrimas de la madre abatida, en el cuerpo violado de la estudiante que busca otra idea de Europa, en la fotógrafa ladina de mucho compromiso social pero poca empatía, o en la tripulación que ha olvidado la nacionalidad de la bandera que ondea en el mástil del carguero.

El decorado de la obra, un tapiz de contenedores cuyas puertas revelan los rostros de los migrantes hacinados en su interior, refleja la estupefacción ante una realidad que se nos escapa de las manos. La concatenación de escenarios e historias, de escenas breves que nos ubican en otro punto del Mediterráneo, habla de la cantidad de agresiones contra la condición humana que toleramos. La trama y, especialmente, el epílogo en la embajada africana, de la connivencia con la que nuestros votos permiten que la política opere con impunidad y sin conciencia. De ahí, precisamente, la importancia (y la impotencia) que transmiten momentos tan poderosos como los de ese carguero cuyos tripulantes viven abotargados por la culpa, que de tan excesivo y grotesco, tan bochornoso y humano, dispara directamente sobre nuestro corazón. Sobre el nudo que nos ha creado la obra a medida que pasaba de un paisaje a otro, de un personaje a una situación, de un drama a otro drama. Sin dejar de remover, de revolver, de devolver todas esas tripas derramadas en la arena de las costas de África y las aguas de nuestro Mediterráneo. Imposible, pues, olvidar la tensión con la que se maneja la escena del frustrado rescate a la embarcación que no ha conseguido alcanzar la orilla. El asesinato del que, paradójicamente, ha vuelto a Libia huyendo de Europa. O la dureza con la que Els nostres nos plantea la parte de responsabilidad que tenemos en lo que está sucediendo.

Tal vez la duración de la obra pese un poco en el desarrollo de la historia, que sacrifica a algunos personajes con relieve dramático (pensemos en el destino de la fotógrafa francesa, por ejemplo) para subrayar a otros cuyos tejemanejes nos son, desgraciadamente, familiares (toda la troupe alrededor del embajador). El buen hacer de los actores, las eficaces transiciones de escena, las texturas sonoras de Luna y panorama de los insectos, sin embargo, amortiguan la duración y nos invitan, escena a escena, no ya a ponernos en el lugar del otro, sino a pensar en nuestro lugar. En el eslabón de la cadena que nos pertenece. En esa acción cultural que no llevamos a cabo, en el gesto político al que le falta eficacia y le sobra convicción. En todo lo que falla de una Europa de todos que, sin embargo, se olvida de los nuestros. Quizá por eso, Els nostres sea una obra sobre el olvido, sobre las consecuencias de políticas decididas a distancia, sobre la distancia moral que impones ante el extranjero, cuando cada vez somos más extranjeros de nosotros mismos. La imagen final, perturbadora y poderosa, de un hombre surgiendo del interior de una maleta lo dice todo. Hay que defender la sociedad. Hay que recuperar la exigencia a la política, reclamar no solo los derechos sino también las obligaciones. Y disfrutar, en definitiva, de visiones tan lúcidas, directas y ciudadanas, que ponen al teatro al servicio de lo humano. De lo que sucede aquí y ahora. De esa realidad que, precisamente, necesita de ficciones, de relatos, para evitar de una vez por todas que se nos escape de las manos.

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