Marits i mullers, de Woody Allen. Dirección de Àlex Rigola (Teatre el Musical, Valencia. Del 16 al 17 de enero de 2016) Una coproducción de Heartbreak Hotel, Teatro de la abadía, Trànsit Projectes y La Villarroel. Con Andreu Benito, Mònica Glaenzel, Joan Carreras, Sandra Monclús, Mar Ulldemolins y Lluís Villanueva | por Óscar Brox

Woody Allen | Marits i mullers

Decía Àlex Rigola en la presentación de Marits i mullers que uno de los principales atractivos del texto de Woody Allen reside en desmenuzar los entresijos de las relaciones de pareja. En acercar, desde la comedia, esa maraña de problemas que surgen durante la convivencia. Que desnudan, en definitiva, las debilidades humanas. Para ello, Allen siempre se ha sentido cómodo con el personaje del pícaro, como aquel que interpretara Michael Caine en Hannah y sus hermanas, que ante todo sabe cómo hacer partícipe al espectador sin que su comportamiento precipite un juicio apresurado. En otras palabras, sin desvelar del todo la carga de profundidad que abarca su odisea melodramática. En muchos aspectos, la obra de Allen posee un tono y un ritmo tan característicos que resulta sencillo imaginar sus inflexiones y aspavientos en mitad de una discusión acalorada. De ahí, pues, que adaptar Maridos y mujeres a un formato teatral tenga un punto de dificultad, de reto a la hora de renovar, y aportar una serie de matices, a un autor encerrado en su propio universo.

Rigola y su equipo artístico han concebido un escenario desnudo, crudo, en el que solo destacan tres sofás -y las diferentes escenas de matrimonio que tienen lugar en ellos- y una elaborada iluminación que acompaña al desarrollo dramático de la obra. Dicha desnudez se ve correspondida por una dirección de actores que, ante todo, busca infundir un tono más íntimo al texto alleniano, como si Rigola buscase al autor de September u Otra mujer. En el que la comedia es un contrapunto que no tapona el análisis del proceso de descomposición del matrimonio protagonista. De ahí que tanto Andreu Benito como Mònica Glaenzel interpreten a sus personajes con una innegable vis cómica, sí, pero sin obviar esa sensación agridulce de que el humor de Marits i mullers es, más que nunca, una coartada para hacer a un lado la tristeza, la derrota o el sentimiento de autoengaño de un amor que lleva demasiado tiempo sin funcionar. Rigola, por así decirlo, baja las revoluciones del texto original para centrarse en ese instante de verdad, que tanto cuesta entresacar, en el que sus personajes acceden a desnudar su intimidad; a veces en un tono confidencial, apelando a la confianza del público, y a veces en un tono confesional. Ese para el que la luz cobra una intensidad especial y concede un aparte en el vacío escenario; para el que desaparecen los manierismos heredados y queda la desnuda convicción de unos sentimientos marchitados por el tiempo.

El conflicto de Marits i mullers, similar al de Secretos de un matrimonio de Bergman, detona cuando la separación de Sandra y Joan obliga a Mònica y Andreu a evaluar la estabilidad de su relación. A discutir hasta qué punto son felices. En un gesto creativo muy interesante, Rigola aprovecha la libertad formal que proporciona el escenario teatral para cruzar diálogos, escenas y personajes, de tal manera que la confidencia íntima se convierta en una conversación a varias bandas y, asimismo, una charla animada se interrumpa para alumbrar un monólogo. Así, el espectador tiene la sensación de que el toma y daca entre los personajes, el sentido del humor a ratos bufonesco, retrasa deliberadamente el golpe que la primera escena de la obra ha adelantado: la sensación de que entre Andreu y Mònica se ha abierto una brecha sentimental que ya no van a ser capaces de cerrar. Solo de atemperar a base de furtivos coqueteos con otros personajes y monólogos autoinculpatorios en los que desvelan esa intimidad que tanto les cuesta compartir entre ellos.

No resulta extraño, pues, que tanto Mar Ulldemolins como Lluís Villanueva sean los dos únicos actores del reparto que se desdoblen en varios personajes. De esa manera, Rigola consigue atraer el foco de atención hacia la tensión de los dos matrimonios protagonistas. Y, por otro lado, difumina el objeto de deseo que enciende las bajas pasiones de Joan, Andreu, Sandra y Mònica. No en vano, la Molins y Mar (la estudiante universitaria) son personajes más abiertamente caricaturescos, dibujados para reflejar las dudas de Joan y Andreu sobre su madurez, la vanidad y las exigencias de su libido; Lluís, en cambio, refleja los anhelos de una feminidad siempre mal entendida por parte de sus respectivos cónyuges. Es decir, son personajes-espejo, en los que las pequeñas miserias de sus protagonistas adquieren forma y volumen, carga y dimensión. Y, por tanto, conducen a la obra hacia su tramo más honesto, reposado y sincero. Aquel en el que los personajes son capaces de mirar en su interior y expresar con palabras ese vacío que tanto tiempo lleva atenazándolas. Lo que falta, lo que no encuentran, lo que precipita que un matrimonio rompa y otro se reconcilie, que surja una nueva unión o se elija (como un mal menor) la soledad.

Tanto Andreu Benito como el resto de actores se esfuerzan por dotar de una entidad propia a los personajes allenianos, esto es, hacen lo posible para limitar el alcance de la voz del autor de Annie Hall en sus interpretaciones. Y en verdad que lo consiguen, si bien Marits i mullers es una visión más íntima del texto original, más cerebral y cruda, en la que el trabajo de puesta en escena se encamina a desnudar los sentimientos que laten tras las máscaras del matrimonio. Rigola hace de la comedia un contrapunto, una clave para acercarse poco a poco a unos personajes que no se van a dejar conocer hasta que llegue el último monólogo de la obra. Así, el pícaro típico de Allen convive en el imaginario de la obra con el sobrio que, aprovechando la cercanía del público en el patio de butacas, intenta verbalizar esa herida interior que no para de afligirle. Porque, en el fondo, Marits i mullers sabe cómo llegar a esa verdad sin caer en el deje intelectual o en la bufonada que desdramatiza un momento demasiado cargado. De ahí que el escenario desnudo, decorado con tres sofás, sea la mejor metáfora para el proceso de vaciamiento que por espacio de 90 minutos podrá ver el espectador. Aquel en el que su director demanda del público la complicidad suficiente para compartir sus secretos. Para dar con esas pocas palabras que tan incansablemente discuten el contenido de la felicidad. La vida dentro del matrimonio y sus humanas debilidades.

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