Lawrence de Arabia y las hijas del trueno, de T.E. Lawrence (Macadán) Traducción de I.M Gálvez y P. Canto | por Óscar Brox
Hay vidas que se concentran en un nombre, apenas un par de palabras que, sin embargo, resumen con claridad un fragmento de la Historia. Thomas Edward Lawrence quedó grabado en la memoria del tiempo como Lawrence de Arabia; arqueólogo, escritor, oficial del ejército británico y pieza clave durante la rebelión árabe contra el imperio otomano. David Lean plasmó sus andanzas en una de las películas más épicas jamás filmadas y Robert Graves fue, entre otros, uno de sus biógrafos. Amigo de George Bernard Shaw y Thomas Hardy, colega de Winston Churchill y mito viviente, Lawrence cultivó en el primer tercio de su vida una imagen que, literalmente, oscureció al hombre en favor del personaje. La editorial Macadán publica las cartas que T.E. escribió entre 1922 y 1935, el año de su muerte, marcadas por el anhelo de trascender aquellos años de aventura y dibujar la compleja personalidad de su autor a través de una de sus pasiones: la velocidad. La misma que, a lomos de su última motocicleta, acabó con su vida.
Lawrence después de Arabia describe un retrato preciso del mito que ansía recuperar su humanidad perdida. Bajo diferentes alias, como John Hume Ross o como T.E. Shaw, Lawrence explica a sus amigos y conocidos sus tentativas por reinsertarse en una vida normal, ajena a cualquier clase de aventura cuyo capítulo final había escrito. Acechado por la prensa, inmerso en la redacción de su experiencia árabe, T.E. vierte en esas cartas todos los pequeños detalles, dudas y temores, que atenazan su existencia cotidiana. A veces son sus reflexiones sobre el estilo literario que maneja en su relato biográfico, en otros casos sus diferentes traslados de unidad, casi siempre la incomodidad que le provoca no sentir que le ha sido devuelta su vida tal cual la dejó antes de partir a Oriente. Salvo por alusiones de su autor, nunca conocemos la opinión de sus numerosos interlocutores, lo que refuerza, en cierta medida, esa sensación de aislamiento del protagonista. Misiva tras misiva, la compleja personalidad de Lawrence, capaz de escribir para averiguar el monto definitivo que cobrará por sus memorias o de reflexionar sobre la vida en la unidad de tanques, se despliega en pocas palabras.
En eso relato ininterrumpido, que saltará de Gran Bretaña a Pakistán según el rol que desempeñe su protagonista en el ejército, se mantendrá un mismo rasgo: la velocidad, la de las varias motos que tendrá durante esos años o la de las lanchas que ayudará a diseñar y pilotará. Velocidad que le llevará a visitar la casa del mencionado Hardy, un anciano de 86 años que peleaba con su mujer por el valor de sus memorias, o a sentir el aullido del viento mientras llevaba al límite el motor de sus boanerges, las hijas del trueno. Y es que, como el propio Lawrence confiesa a uno de sus interlocutores, el motivo por el que desprecia el tiempo de las aventuras reside en el descubrimiento que ha hecho al servicio de la RAF: el futuro se encuentra en la conquista del aire, es decir, en la moderna aviación que alcanzará su cenit durante la Segunda Guerra Mundial. Ante esa quimera, tecnológica y humana, ¿quién puede resistir el poder de atracción del viento?
Hasta cierto punto, se puede decir que el camino que dibuja la correspondencia de T.E. Lawrence se asemeja a un intenso zigzag a lomos de una motocicleta en mitad de una tormenta de arena. Episodios de euforia, desesperación, aburrimiento, soberbia, delicadeza o bonhomía configuran el retrato poliédrico de un personaje difícil. Prácticamente asexuado, noble y leal, preocupado por no disponer de días de vacaciones para frecuentar más a sus amistades, poeta y narrador, pero sobre todo humano. Hombre de carne y hueso que enumera en sus cartas las múltiples fracturas y heridas, la progresiva vejez que lastra sus movimientos y la insoportable agonía que le impide regresar a su fortaleza en Cloud Hills, quizá el nombre más apropiado para una casa. En fin, visiones de una figura renuente a la hagiografía, que observaba en el cine un espectáculo de pacotilla que poco o nada podía reflejar en comparación con la realidad. O, sencillamente, con esa fuerza que emanaba de su puño cuando giraba el manillar y el motor comenzaba a rugir.
Robert Graves dejó escrito que T.E. Lawrence fue, posiblemente, el último unicornio. Un personaje único, insólito, quizá por ello eternamente aventurero. Una figura cuyas cartas, mezcladas con un par de ensayos y un poema, descubren a un hombre obsesionado con una sola idea: huir, a la desesperada o con sigilo. Huir de la fama, del pasado, de su apellido. De todo. Huir hasta ese lugar donde aúlla el viento y el aire arrulla a las personas más solitarias. A salvo, quizá para siempre, de aquellos que quisieron leer en el rostro de un hombre común las facciones de un mito inmortal. Huir, a toda velocidad, hacia ninguna parte. A las nubes, quizá, el único lugar al que todavía podía llamar hogar.