No soporto a mis vecinos.
No he acudido a una reunión de amigos, ni al presidente de la comunidad, ni a un diario personal, porque considero que mi incomodidad es de sentido común, y que por tanto no merece ser expresada; basta hablarlo conmigo mismo.
Aunque sus voces se solapan, superiores (también se creen superiores), y gimen, y taconean, y hacen reverberar las viejas y flacas paredes que nos separan hasta que las cosas delicadas tintinean y se caen; por fortuna ninguna se ha roto hasta ahora. ¿Cómo es posible que ellos, tan seguros de sí mismos, hablen así de blandamente y recurran al voceo porque no son capaces de articular, como maniquíes de labios derretidos que piden auxilio en la planta incineradora? Es posible.
De manera que he ideado una máquina. Una destiladora, si me apuran, porque no quisiera incurrir en ninguna ilegalidad doméstica cuando mi propósito consiste en denunciar otra ajena. La construiré a partir de dos rodillos de cocina, o quizá incluso de un par de buenas botellas de vidrio vacías, para demostrar que aquí las cosas tintinean y no se rompen, pero duelen sobremanera. Mediante un sistema que aún me falta delimitar (hay demasiado ruido en las horas clave, las que coinciden cuando las páginas se abren y la mente está despejada para pensar, como la franja reservada a la siesta o el dulce momento posterior a la cena, cuando los bebés han sido bañados y arropados); mediante unos engranajes precisos, digo, el aparato será capaz de absorber el inútil sonido de los vecinos para transformarlo en el apetitoso silencio que anhelo aquí arriba. Delicioso, sí, porque resultará insípido. ¿Lo oyes?, es la mejor antesala para la respuesta ideal: la nada.
Número seis
Las penúltimas cosas
Collage: Francisca Pageo