«Georges Franju no fue un cineasta de tesis ni anatemas, pero es fácil intuir que perteneció a la clase de hombre que divide las cosas entre aquellas que ama y aquellas que detesta. Junto a tanta tibieza, opinión templada y rechazo al compromiso por mor del matiz, entre tanta imagen o frase acolchada, valga insistir en que sólo de un amor sin reservas y de la búsqueda del placer tal vez destructivo han sulgido las visiones que dan realce al empeño humano de construir «castillos de naipes» que se transforman en «castillos de hermoso acero y cristal». Lejos de afiliarse al círculo oficial de artistas nihilistas, entintar plumas ajenas o abanderar minorías, Georges Franju, etiquetado de anarquista, sádico o poeta surrealista, acaso porque permanecer en los límites es incómodo por una sociedad que clasifica a cada animal por su especie -y porque esas etiquetas con fáciles de recordar, lo que permite tener una opinión sobre una obra sin necesidad de conocerla de primera mano-, fue un cineasta de primer orden porque contempló un avión que cruza una nublada noche, una rubia muchacha bañándose entre reflejos lunares, un fuego circular en una llanura o un manojo de flores blancas que sobresalen en lo alto del muro de un cementerio, desde la pasión solitaria del enamorado que decide declararse por vez primera.»

Gonzalo de Lucas, Vida secreta de las sombras


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