Orbital,, de Samantha Harvey (Anagrama) Traducción de Albert Fuentes | por Gema Monlleó

Samantha Harvey | Orbital,

“Solo somos un impulso fugaz y centelleante en medio de una amplitud insaciable, y del fugaz centelleo resulta imposible derivar las dimensiones de la inmensa magnitud, como la mera velocidad tampoco sabe nada del grano de polvo que cae, como el ritmo y el objeto no se perciben el uno al otro”
Melancolía de la resistencia, László Krasznahorkai 

“Girando en torno a la Tierra en su nave espacial se sienten tan unidos, y tan solos, que incluso sus pensamientos, sus mitologías íntimas, confluyen a veces”. Así comienza Orbital, el libro con el que Samantha Harvey (Kent, 1975) ha ganado el Premio Booker 2024. En esta frase inicial está condensada la esencia de su novela: la pertenencia y el extrañamiento, la pequeñez individual y la necesidad de comunidad, la perspectiva cósmica y la corriente existencialista.  

La historia transcurre durante un día en la Estación Espacial Internacional, a cuatrocientos kilómetros de la superficie de la Tierra. Un día que equivale a dieciséis órbitas terrestres. Veinticuatro horas en las que el amanecer y el ocaso se suceden cada noventa minutos (“la Vía Láctea es un reguero humeante de pólvora esparcido sobre un cielo de raso”). En la estación, flotando en diecisiete módulos interconectados a veintiocho mil kilómetros por hora, cuatro astronautas y dos cosmonautas conviven, comparten espacio y tiempo, realizan los experimentos científicos que cada uno tiene asignados, se autosometen al banco de pruebas que se les exige (“Son datos. Eso ante todo, datos. Un medio y no un fin”), y reflexionan, desde la observación de un exterior infinito, sobre su (nuestro) lugar en el mundo, la vulnerabilidad humana respecto a la inmensidad universal, el ancla a los pequeños detalles en un aquí y ahora absolutamente relativizados, el momento-espita en que cada uno decidió que quería convertirse en un explorador del espacio («marineros hinchados del firmamento») y la fragilidad de un planeta Tierra tan bello en la distancia como constantemente agredido y ultrajado por nuestra especie  (“Continentes y países se suceden y la Tierra parece no pequeña, sino casi infinitamente entrelazada, un poema épico de versos fluyentes. No cabe en ella la posibilidad de oposición”). 

Un día en la deriva ingrávida de los nueve meses que los seis tripulantes pasarán en la gran H metálica de pasillos acolchados (“este gran albatros de metal”) suspendida sobre la Tierra, esa Tierra frente a la que el tiempo y el espacio se desgarran en una acumulación de luz y oscuridad que baila sin detenerse. Un día en el que los seis adultos regresan (¡cómo no hacerlo!) a aquella pretérita sensación de menudencia infantil ante una Tierra-Madre (“siempre vigilante al otro lado de la cúpula de vidrio”) que espera su regreso (“Velocidad y quietud. Distancia y cercanía. Más menos, más más. Y lo que descubren es que son pequeños, no, nada”). Un día de iridiscencias para seis trasuntos de aves marinas que planean en condiciones de microgravedad. Un día en el que la añoranza de sus vidas terrestres es tan grande como el deseo de no despedirse jamás del zumbido constante y el ronroneo de ventiladores y filtros de la Estación (“son seres humanos con una visión divina: ese es el milagro, pero también la condena”). Un día en el que la realidad científica se impone desde la insignificancia y la perspectiva (“Nada es como creían que era (…) No puede haber un final. Solo hay círculos”). Un día de esta familia flotante que se mira entre sí en una coreografía de movimientos de cuerpos que los convierte en una unidad granítica, un organismo con conciencia coral (tripulación y nave) danzando en el vacío sobre (¿para?) el planeta.  

A falta de conflicto o trama -esta no es una novela de ciencia ficción- Orbital apuesta por el existencialismo filosófico, las reflexiones racionales y la rendición tanto al epaté de la belleza en la contemplación del universo (“Su belleza es un eco; su belleza es su propio eco, su propia levedad cantante, resonante”) como a la conciencia de soledad del ser humano en ese mismo espacio infinito (“Y con el tiempo terminamos entendiendo que no solo estamos en los márgenes del universo, sino que además lo estamos en un universo hecho de márgenes, que no hay centro, solo una masa mareante de cosas que bailan, y que quizá la totalidad de nuestra comprensión consista en un saber sofisticado y en permanente evolución de nuestra propia insignificancia”). 

Harvey, desde una poética de la contemplación que ya estaba presente en su ensayo autobiográfico Un malestar indefinido (Anagrama, 2022), consigue que sus palabras floten hipnóticas e ingrávidas en el interior de una nave que mira a una Tierra con las fronteras borradas (“el espacio es la única tierra salvaje que nos queda”). Y es que Orbital es un elogio de la diversidad y una apuesta por la perspectiva, un collage de monólogos fragmentarios en los que se cuestiona tanto la existencia de Dios (¿”esto solo puede haberlo creado una fuerza consciente, atropellada y bella”?) como el sentido último del progreso (“no olvides jamás el precio que la humanidad paga por sus momentos de gloria, porque la humanidad no sabe cuando parar”). 

La naturaleza distinta del tiempo cósmico permite que los seis protagonistas entretejan pensamientos, añoranzas, recuerdos y deseos en un discurso que para el lector termina siendo unitario: no importa quién (se) dice qué, la suma individual es un organismo único y casi místico preguntándose por el sentido de la vida. Una armonía literaria que me recuerda al pasaje de Melancolía de la resistencia (László Krasznahorkai, Acantilado, 2001) en el que el protagonista János Valuska recrea el cosmos con una danza de parroquianos ebrios “orbitando” en una taberna, la cosmogonía lírica de cuerpos-humanos-celestes que tan bellamente retrató Bela Tarr en Las armonías de Werckmeister (2020) mientras sonaba la inolvidable música de Vig Mihály. Una armonía también de las perspectivas que juega con el díptico que Harvey construye entre Las Meninas de Velázquez (donde el protagonismo del retrato de Felipe IV recae sobre los actores secundarios: la corte, el perro, el pintor) y la fotografía tomada por Michael Collins en 1969 del Eagle abandonando la superficie lunar con Neil Armstrong y Buzz Aldrin a bordo y la Tierra al fondo (una fotografía que contiene a toda la humanidad excepto al propio Collins, y que inevitablemente me retrotrae a Trilogía de la guerra de Agustín Fernández Mallo, Seix Barral, 2018). Según escribió en 1907 el teórico del arte Wilheim Worriger, el primer impulso artístico de la humanidad se produjo por angustia cósmica, por el miedo espiritual al espacio (“el espacio en crudo es una pantera, indómita y primaria, en sus sueños se les aparece rondando sus aposentos”). En Orbital Harvey convierte ese temor vital en un alegato por la armonización con la naturaleza y el universo similar al de los anhelos del Romanticismo, una armonización plasmada en el dibujo de las 16 órbitas terrestres diarias que abre el libro y que nos retrotrae a la circularidad infinita del eterno retorno nietzschiano. 

En Orbital el significado último de la inmortalidad, la inmensidad, la quietud y la paz planea sobre la personificación escindida en seis del Sidereus Nuncius (Mensajero sideral) de Galileo, a la par que la necesidad de comprensión y medición científica de fenómenos meteorológicos y climáticos (como el tifón “con un profundo pozo aspirador en su centro” que arrasa archipiélagos en Filipinas) no es más que una concreción del horror ancestral de nuestro inconsciente colectivo. La sensación de inmovilidad de la Estación, el silencio distinto a todos los silencios del cosmos exterior, hace más visible el caos de nuestra(s) sociedad(es) y el peligro de aniquilación de la Tierra (y con ella, de todos sus seres) a causa del expolio ecológico y la “política del afán” al que nuestro ejército de sombras la somete. A pesar de ello, o tal vez justamente por ello, la intemperie cósmica se torna manto y el espectáculo de la belleza terrestre (el cambiante verde y rojo de las auroras boreales, los colores de las mareas y los desiertos, el mapa de luz de las ciudades y el negro hipnótico de las oscuridades, el brillo de los fragmentos de hielo que se desprenden de los glaciares) envuelve a la novela de Harvey de una ligereza elegante y sutil que interpreto como una apuesta última por la salvación planetaria desde lo que me atrevo a denominar “autoconsciencia espacial”.  


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