Una mentira piadosa, de Angelica Garnett (Pre-Textos) Traducción de Miguel Martínez-Lage | por Juan Jiménez García
Aquellos días aburridos de Bloomsbury, podría ser otro título escogido por Angelica Garnett. El tedio de esos artistas sin preocupaciones económicas, aquellas reuniones, aquellas discusiones, pero también corrientes artísticas y de pensamiento. Cuánta grandeza junta y, sin embargo, esa podría ser el sentimiento que atraviesa esas vidas (en la visión de la autobiografiada): tedio. Tiempo lento, sentimientos lentos, maneras lentas, atmósferas que imaginamos entre el humo y el verde de la campiña inglesa. Debajo de la alfombra, unas relaciones de todos con todos, y la dificultad de ser sinceros frente a la necesidad de guardar las formas. Grandes afectos, grandes odios y muchos equilibrios. Angelica Garnett fue hija de Vanessa Bell, pintora, aunque pocas veces la llame madre y siempre esté ese frío “Vanessa” para referirse a ella. Una familiaridad que hace extensible a todos, desde su padre que no era tal, Clive, hasta su verdadero padre, otro pintor, homosexual, Duncan Grant, al que Vanessa le pidió un hijo convencida de que solo podía salir algo excepcional de esa unión. Su relación imposible se mantuvo a través del tiempo, y hasta los diecisiete años, Angelica no supo de esa paternidad, aunque profería un enorme cariño por él. Este era el mecanismo que movía el mundo de Bloomsbury, extraño en afectos, y que aún contiene alguna que otra sorpresa, más allá de triángulos, porque las formas, allí, eran muchas, a menudo cultivando un gusto por lo inverosímil. La hermana de Vanessa Bell era Virginia Woolf, y también hay espacio para ella y el riguroso tío Leonard. Afectos y desafectos. Es un buen título.
El mundo acababa de salir de una guerra y caminaba hacia otra. Fundamentalmente, ese es el periodo que abarca Una mentira piadosa, esos felices años de entreguerras, que celebraban el estar vivos. Si en Francia o Alemania eran los años de las vanguardias, en Inglaterra esa vanguardia era el grupo de Bloomsbury, cuya idea de la bohemia escapaba de la pobreza, aunque eso no quiere decir que fueran necesariamente ricos (no todos), sino más bien dignos. Dignos ingleses. Angelica Garnett era más bien tímida, introvertida, y su papel en su autobiografía no deja de ser excéntrico, no por raro (que también), sino por estar fuera del centro. El centro no deja de ser su madre, que tenía una idea definitiva de la libertad, que la animaba a que fuera lo que quisiera ser e hiciera lo que quisiera hacer, siempre desde el convencimiento. Para ella, por no ser necesaria no era necesaria ni la educación, y siempre pensó que su hija sería pintora. Es más, con su belleza, tampoco necesitaba mucho más (curiosa mezcla de libertad e ideas ancestrales).
Cuando uno tiene toda la libertad del mundo es difícil no extraviarse. No voy a desarrollar una teoría oulipiana de la existencia, reivindicando los obstáculos, pero no deja de ser cierto. La vida de Angelica Garnett se movió entre el amor de los demás y por los demás y una dificultad sobre cómo afrontar aquella vida y como enfrentarse a sus sentimientos, por no hablar de un futuro. Hay que decir que, ahora que escribo futuro, ese tiempo verbal no parecía muy usado en aquel círculo. Vivían un rabioso presente y, cuando este presente se volvió incierto (la guerra, la segunda), Virginia desapareció en el mar con los bolsillos llenos de piedras. Se llevaba consigo el peso del mundo. Dejaba tras ella el final de aquellos años. La vida de Angelica se precipitará con su primera relación, primer no amor y primer matrimonio, con alguien que ya había pedido su mano en la cuna, Bunny Garnett, veinte años mayor que ella, y también próximo al grupo y a esa reducción del grupo que eran Vanessa y Duncan. Un error como otro cualquiera. O un medio error.
Angelica Garnett trabajó siete años en el libro. No era escritora y, cómo bien dice, se trataba de sacar luz de aquellas tinieblas. El resultado, sin embargo, es de una prosa arrolladora, llena de detalles, personajes, sentimientos, relaciones, lealtades y deslealtades. Y Vanessa, siempre Vanessa. Esa figura, ella sí, central en esos ambientes desapegados de la realidad, que rara vez aparece (de nuevo, con la guerra), como si la realidad fuera algo molesto, feo, desdeñable, para aquellos buscadores de la belleza, del culto a la cultura. Esa mentira piadosa (en un mundo de mentiras nada piadosas) es el otro padre. Tener dos padres sin tener ninguno y una madre a la que no llega a llamar madre. Cuando muere Virginia, Angelica, Vanessa y Duncan se abrazan en la cocina. Su mundo se desmoronaba, llegaba a su final, como dice, su civilización se desintegraba. Angelica no creía en el perdón. Mucho menos en que la comprensión ayuda a ese perdón. Ella lo que pretende es entender. Ahí es todo.