Las aguas, de Bonnie Jo Campbell (Dirty Works) Traducción de Tomás Cobos | por Gema Monlleó

Bonnie Jo Campbell | Las aguas

“Si puedes soñar -y no hacer de los sueños tu maestro,
si puedes pensar -y no hacer de las ideas tu objetivo,
si puedes encontrarte con el Triunfo y el Desastre
y tratar de la misma manera a los dos farsantes;
si puedes admitir la verdad que has dicho
engañado por bribones que hacen trampas para tontos.
O mirar las cosas que en tu vida has puesto, rotas,
y agacharte y reconstruirlas con herramientas viejas”
Sí, Rudyard Kipling 

Cada vez que la editorial Dirty Works anuncia que publica un nuevo libro de Bonnie Jo Campbell (Michigan, 1962) me pongo a temblar de emoción. Desde aquel primer Érase un río, en el que me hermané de por vida con Margo Crane, las novelas de la ex circense (sic) Bonnie Jo son ese lugar en el que mi ruidosa ciudad entra en un paréntesis y se silencia, mientras me adentro en comunidades rurales de la mano de mujeres poderosas. Y al decir poderosas no me refiero a ricas ni influyentes, sino a mujeres de gran personalidad, tan obstinadas como valientes, sabedoras de la deuda humana con la naturaleza, independientes pero nunca egoístas, comprometidas con sus valores, honestas y vulnerables, muchas veces lastimadas pero aún así feroces, mujeres que aman aunque no siempre saben dejarse amar. Mujeres como Margo Crane, como la Rachel de QRoad (hija de Margo), como las protagonistas de los volúmenes de relatos Madres, avisad a vuestras hijas y Mujeres y otros animales y ahora, en Las aguas, como las mujeres de la familia Zook, a las que desde ya afirmo que deseo como madres, abuelas, hermanas e hijas. ¿Es esta una declaración de amor a la obra de Bonnie Jo Campbell? Sí, lo es. 

En Whiteheart, lugar ficticio del estado de Michigan, hay una isla llamada M’sauga habitada por mujeres y serpientes. Mujeres que, tradicionalmente, han utilizado el veneno de las serpientes y las hierbas de la zona para preparar remedios curativos. Mujeres que, respetadas y temidas, en más de una ocasión han sido tachadas de brujas, aunque en otras también de ángeles. Hermione “Herself” (trenzas enrolladas en la cabeza a modo de corona y collar de conchas de cauri en el pecho) es la matriarca de la última generación de las Zook, las mujeres que habitan Rose Cottage, y ahora vive sola en la isla con su nieta Donkey después de que sus hijas se hayan marchado: Prim, la hija mayor, a California; Molly, la mediana, a la ciudad; y Rosy Thon, la pequeña y madre de Donkey, en nomadismo continuo (“su anhelo por hundirse en las aguas curativas de su familia era tan profundo como el deseo animal de alejarse de ellas”). Los hilos de sangre entre ellas van más allá de la filiación inicial, de la biológica, ya que su verdadero nexo de unión es la conciencia de pertenencia (aunque en ocasiones requiera una huida) a una estirpe que bascula entre la mística, la mágia, la ciencia y la tangibilidad.  

La isla está unida a la región de Las Aguas por un puente suspendido sobre un río de fango (¿plagado de trols y de lindorms?), un puente levadizo que sólo puede accionarse desde la misma isla para evitar que los hombres penetren en ella. Un puente construido por Wild Wild, el excéntrico marido de Herself, desterrado de esas tierras por la que fue su mujer tras quince años de matrimonio. Un puente que es puerta de entrada y distancia insalvable, acercamiento y concreción de seguridad (“una combinación de superstición, culpa, respeto y miedo impide a la gente atreverse a cruzar el cenagal”). Un puente que las separa de los habitantes de la comunidad (agricultores, devotos religiosos temerosos de Dios, bebedores, siempre con un arma en el cinto o a la espalda), que han sido y siguen siendo un peligro para unas mujeres que han celebrado su independencia desde linajes anteriores y han ayudado, remedios abortivos mediante, a otras tantas a hacerlo.  

Bonnie Jo Campbell retrata la historia de Las Aguas en un fundido a negro inverso, en un érase una vez que desde el hoy desvela la historia, la leyenda de las Zook, la de las que se fueron y la de las que se quedaron, la de las que huyeron de un modo de vida demasiado arraigado a la tierra y a los ancestros y la de las que han mantenido inexpugnable las tradiciones y el conocimiento heredado de los espectros-guía. Donkey es la voz, el hilo conductor, la protagonista a su pesar (¿debe una niña de once años cargar con el peso de una abuela cada vez más envejecida, atender las peticiones de remedios para poder pagar los impuestos, lidiar con la ausencia de su madre y el desconocimiento de quién es su padre?), la niña que se refugia en el saber científico, en la cuantificación constante, en el baile entre los números primos y los palíndromos, las potencias y los infinitos, para obtener todas las certezas que su existencia, desde las dudas no resueltas de su nacimiento, le niega y que anota concienzudamente en su cuaderno “Cosas verdaderas”. Donkey, la hija que la bella Rose Thorn (“era conocida por su encantadora presencia, capaz de consolar cualquier pena con solo mirarte”) trajo a la isla de M’sauga en una mochila, la niña que es fruto de una violación y no lo sabe (“Dorothy Rose Zook, concebida mediante un acto cruel, era perfecta”), la niña que anhela que Titus (el eterno enamorado de su madre) ejerza de padre con ella y que se abriga con su chaqueta a modo de caparazón (“voy a crecer por dentro como un cangrejo de río”). Donkey, ayudante de curandera primero, curandera en la sombra después, hermanada con las serpientes tras recibir la mordedura no mortal de una m’sauga. 

Y Rose Thorn le da la réplica en todos los espacios vacíos. Ella con sus ausencias y sus regresos intermitentes (“cuando regresaba siempre parecía tener los pies bien plantados, descalzos sobre la tierra, como ahora. Sin embargo, en cuanto te despistabas se había escurrido como un arroyo resplandeciente”), ella que necesita del aire de Las Aguas y de los abrazos eléctricos de Titus para recargarse (“lo besó un largo rato, con la sensación de que iba a disolverse en pura risa y luz de luna entre sus brazos”), ella que es portadora involuntaria del secreto de su propio nacimiento, ella que desea el cariño de Herself y de Donkey pero que las abandona una vez y otra al no sentirse merecedora del mismo. Ella, el elixir capaz de salvar la vida de Titus (“dos animales que se inhalaban mutuamente, vivos en la piel del otro, con destinos tan entrelazados que eran una sola entidad”) y la del pueblo entero (“su don para salvar a otras personas de la ira -al actuar como un espejo que les devolvía la luz que poseían- se nutria de una energía que era necesario reponer”). Ella, trasunta de La bella durmiente, perezosa, soñadora y capaz de hacer bailar a los enanitos de Whiteheart a su paso hipnótico (“cuando Rose Thorn dormía, resultaba obvio que su excepcional belleza era también una carga pesada y lo será mientras perdurase”). Ella: “no soy lo que soy. Solo soy trozos de lo que quiera que soy”. 

En Las Aguas se entremezclan el folclore y las leyendas (“un fantasma solo se quedaba si los vivos lo querían, si trabajaban para conservarlo”) con la violencia heteropatriarcal (“la bebé aullaba al despertar a la frustración del mundo de las mujeres”), y el clásico coming-of-age de Donkey se torna rural noir ante los episodios de salvajismo que los hombres ejercen no solo contra sus congéneres sino también contra la naturaleza (la tala del sauce frente a la isla me provocó el llanto). Sin embargo, la justicia poética campbelliana adopta la forma de hombres rudos ejerciendo al unísono de comadrona feliz y transformados gracias a ello (“a los hombres les cuesta encontrar palabras para describir la suavidad y la ternura que esos actos generaron en ellos”). La tradición también está presente en el reconocimiento a las literaturas precedentes, y los libros de Rose Thorn (“aventuras con buenos compañeros y dignos adversarios”) son uno de los tesoros que Donkey custodia (“las mejores chicas no tienen padre. Como Dorothy en El mago de Oz, Ana de las Tejas Verdes, Cenicienta o Huckleberry Finn”) y que le muestran, también a ella, su propio camino de baldosas amarillas. 

La carga política, siempre presente en los libros de Campbell, aparece también en esta novela: el monocultivo de maíz y soja por encima del tradicional (y lento, y más costoso) cultivo del apio, la contaminación de las aguas por parte de las montañas de residuos de la fábrica de papel, el aumento de los precios del gasóleo por los conflictos bélicos del otro lado del mundo, el abandono gubernamental de los servicios en las zonas rurales o la epidemia sobre la salud mental de los cada vez más jóvenes. También tienen su lugar las sociedades y logias secretas que dan lugar a un fervor religioso colindante con las teorías conspirativas del QAnon y que, quizás, son sólo un refugio para algunos personajes ante la frustración de un mundo agrícola que se desmorona y la falta de códigos para interpretar la realidad. 

Todo ello se contrapone con la presencia constante de la naturaleza -un entorno que deviene protagonista- y la atención que búhos, arañas, polillas, ratas, coyotes, zorros, tortugas, ánades, ardillas o serpientes prestan (en una muestra del realismo mágico made in Bonnie Jo) a los acontecimientos que se suceden (“las arañas parecían más contentas en sus redes con el regreso de Rose Thorn; los mirlos se mecían con más júbilo en las espadañas; y los cuervos, centinelas de la casa, desplegaban las plumas con mayor elegancia”) y ante los que contienen el aliento cuando el efecto mariposa de los infortunios se cuela en los hogares. 

El peso de las historias tristes, que planta verdades amargas entre las Zook, no construye sin embargo, una novela pesimista ni trágica, sino un alegato literario en favor de la elección y el compromiso, la libertad y la independencia, los lazos sagrados más allá de la filiación, el valor de la comunidad, las verdades interiores por encima de las convencionalidades, y la complejidad de un mundo (el de Whiteheart, el nuestro) que se encarna en cada una de las identidades que pueblan Las Aguas por obra y gracia de Bonnie Jo Campbell, mi chamán y curandera literaria, la que alumbra criaturas junto a las que yo también experimento “un cosquilleo de energía y una luz dulce y pura que emana desde un lugar exento de miedo y deseo, un espacio de amabilidad redentora, libre de las incertidumbres de esta vida”. 

Querida Bonnie Jo, pude decírtelo cuando estuviste en Barcelona hace un año y te lo reitero ahora de nuevo: gracias, gracias, gracias. 

“En los cuentos de verdad, en las historias antiguas que seguían siendo ciertas, la reina, el sultán y la bruja eran puro espíritu y, cuando sufrían una herida mortal, les bastaba con hervir sus viejos huesos para reensamblarse, o agujereaban la barriga del lobo para retomar la vida. Durante una temporada vivían en el fuego, en el cuerpo de una víbora, en un insecto revoloteador o en un cuervo”.


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