Regina y Celeste. Una correspondencia, de Regina Fiz y Celeste González (La uña rota) | por Óscar Brox
Ahora que empiezo a escribir trato de poner orden en la lectura (interrumpida, extendida durante todo el confinamiento y el comienzo de la nueva normalidad, retomada unos meses después, caprichosa y a ratos obsesiva) de esta correspondencia. Escribir, en ocasiones, es poner orden; rearmar el texto con otras palabras. Y con Regina & Celeste, en cambio, no sé si conviene hablar de texto. Efectivamente, hay en sus más de 600 páginas un torrente de palabras, pero también lo hay de afectos, de hormonas, de pasiones silenciosas, eyaculaciones y acción. Prefiero esa palabra: acción. O representación, también. La correspondencia como una performance monumental. El tiempo construido y deconstruido al ritmo de las confidencias públicas de dos artistas, performers y disidentes. La carta como expresión de una realidad bárbara. De una visceralidad también bárbara. De esa forma con la que tanto Regina como Celeste muestran un interior, lo moldean y lo diluyen con el paso de meses y años. Juegan con él mientras se narran la una a la otra, encontrándose en sus respectivas cartas con la promesa de una performance que tarde o temprano llevarán a cabo.
Cuando abordamos inicialmente la lectura de esta correspondencia, nos topamos con la franqueza de sus protagonistas. Se habla de prótesis y cuerpos, de identidades diluidas o difuminadas, de terapias hormonales y visitas al psicólogo para discutir los términos de una transición de género. Pero también se habla de sexo y deseo, de la peregrinación por un montón de cuerpos; de bocas, culos y pollas; de encuentros rápidos, citas, mensajes intempestivos y placeres fugaces que atemperan ese compás de espera de sus protagonistas. Son como un paisaje de fondo, casi un espacio que Regina y Celeste, M y M, dibujan, comparten, a veces con provocación, a veces con hastío. Un lugar que se desintegra a diario; o, mejor aún, que lxs desintegra a diario. Construcción/Reconstrucción. A medida que avanza la lectura, nos parece que la única realidad sólida es la que habita en los gestos, en los pensamientos marginales de sus protagonistas. En esa voluntad de vaciarse, también, en el mensaje de correo electrónica. Sin prótesis. Apuntando hacia ese tipo de escritura que el examen de conciencia (Foucault hizo una lectura muy interesante de todo esto en Tecnologías del Yo, pero esa ya es otra historia) acabó por erosionar al introducir un giro moral en el ejercicio de introspección.
Lo hermoso de Regina & Celeste radica, precisamente, en esa ausencia de acento moralizante. En la necesidad perentoria de liberar a sus pensamientos de cualquier carácter confesional. De etiquetas y sambenitos. Por eso, las cartas se pueden, casi también se deben, leer de corrido, sin buscar un principio, nudo o desenlace; atendiendo solo a la energía que desprenden, a esa descarga de violentísima libertad que hace de ellas algo así como punk escrito. Cuando lo importante reside en la expresión. En la posibilidad de expresarse. En mostrar las oscilaciones del deseo, las pasiones tratando de escapar de las garras del hábito, lo público colonizado por el espacio privado (no se me ocurre otra manera de definir una performance) y las emociones, cautivas de la moral, campando a sus anchas por cada carta con ese alegre frenesí. De ahí, un poco, ese ritmo que cambia y fragmenta tiempos; esas misivas cortas, en forma de S.O.S., esos días que pasan entre polvos rápidos y reuniones de trabajo, pelucas arrancadas y anos inundados por los dedos de un desconocido. Ese ritmo que salta, que machaca, el tabú o lo prohibido para entregarnos la palabra franca. Los titubeos, las contradicciones y la acción. Esa forma tan caprichosa que sus protagonistas tienen de recorrer sus adentros y sus afueras, de contarlos y contárselos.
El trabajo de edición y selección de una correspondencia que se extiende durante tres años no resta un ápice de frescura a las cartas. De salvajismo. De dos cuerpos, dos voces, dos identidades que se construyen a través de las palabras. Que se presentan y se re-presentan, una y otra vez, sin pudor ni temblor ante cualquier exceso. Que se reconocen en la necesidad de incomodar tanto como de perturbar un orden, un juego de roles, masculino y femenino, mientras llevan sus cuerpos hasta el límite. O, mejor aún, mientras escriben sus cuerpos hasta el límite. Es esta una correspondencia incendiaria, puro ardor, llena de vida y rebosante de ese deseo de atreverse a todo y llegar hasta lo más radical. Es esta una escritura viva, repleta de carne y afectos, de fluidos y de pensamientos, de química y también de sensibilidad. Y leída de golpe, poco a poco o picoteando de aquí y de allá consigue siempre el mismo efecto: explotarnos en la cara. Como la perfecta ilustración de una realidad bárbara. O, en definitiva, como unas páginas maravillosas, bellas, grotescas, tiernas y a ratos terroríficas en las que unx, R y C, M y M, llega a ser uno mismo. Con todas sus contradicciones.