La resistencia, de Lucía Carballal (Teatro Principal, Tercera Setmana, Valencia. 14 de junio de 2019) | por Juan Jiménez García
¿Qué queda cuando ya no queda nada? Qué esperar tras diez años de espera, de esperarse. Esperar, desesperación. Términos demasiado cercanos alrededor de la esperanza. David y Mónica escriben novelas. David le lleva a Mónica algunos años de ventaja y sus novelas tienen cierto éxito. Empezó a escribir a los treinta años y está cansado, aunque seguramente ese es su estado natural y siempre estará cansado de escribir y siempre escribirá. Mónica, más joven, empezó a escribir hace diez años. Tiene un bar, del que no se quiere ocupar, y allí le encontró a él y a las palabras necesarias para intentarlo. Intentar escribir. Ha publicado, pero. Ese podría ser el punto de partida que elige Lucía Carballal para su fin de partida (tal vez). Han sido amantes durante esos diez años y él se acaba de separar. Un día ella se irá a vivir con él. Se tiene que ir a vivir con él. Un día. Es de noche. Están en el bar y todo está lejos. Y más lejos que todo, ellos mismos. Son dos cuerpos que no llegan a encontrarse. Él parece que busca, sin demasiada convicción. Ella que huye, sin demasiado convicción. Él le gustaría poder seguir evitando decir, ella ya no parece capaz. Ha conocido a un joven, Ray, veinticinco años. Un coleccionista de tópicos sobre la libertad que será seguramente un adulto terrible. Pero a ella le va bien refugiarse en esos tópicos. En uno de los momentos más maravillosos de la obra, ella piensa que ha perdido su belleza. Incluso sabe el día concreto. Un lunes por la mañana. Y que su belleza ahora está en ese joven.
Cuerpos que nunca llegan a amalgamarse, que nunca se acaban por encontrar. Decía Jean-Luc Godard a través de Louis Aragon en Bande à part. David busca una vida sencilla. La complicación la ha dejado para la escritura, para el oficio de escribir. Mónica vive una vida complicada y espera ser capaz de que la escritura le devuelva algo. Eso o una señal. Pero no le vale cualquier señal. Quiere que David la reconozca, le diga, simplemente, si tiene talento. Como si eso fuese una respuesta sencilla. Y sí, la respuesta es sencilla. Darla no. Podríamos decir que la obra es una sucesión de avances y retrocesos, pero en realidad están dando vueltas alrededor de una idea que les reconcome. Pero ni tan siquiera la idea es compartida.
Israel Elejalde propone una puesta en escena de atracciones y repelencias. La escenografía de Mónica Boromello, está pensada para encontrarse y desencontrarse una y otra vez, en ese movimiento pendular de reloj de pared que busca detenerse en la madrugada. La iluminación de Paloma Parra resuelve eficazmente algún que otro momento necesario (y ese tremendo final, esa iluminación íntima). Y la obra, sustentada por el texto sin fallas de Lucía Carballal, queda en manos de Mar Sodupe y Francesc Garrido, sobre quienes tiene que caer el cansancio del mundo, las ilusiones perdidas, el desencanto, la esperanza y esa necesidad de saber del otro, sin desvelarse uno mismo. No, Mónica-Mar Sodupe no perdió su belleza un lunes. Sigue ahí, más frágil que nunca tras una aparente seguridad . David, un hombre que ya no vive en el tiempo de los demás (un tiempo demasiado vulgar, demasiado simple, demasiado poco trabajado), sigue pensando que el amor (o algo parecido) debería ser suficiente para sobrevivir y para convivir. Ha escrito una novela sobre ellos y es demasiado perfecta, pero también reveladora.
La resistencia es un bonito título porque es aquel que reúne todas sus derrotas y alguna pequeña victoria. Cada cual a su manera está resistiendo al otro y resistiéndose a sí mismo. La resistencia como la capacidad que tenemos de mentirnos y de mentir a los demás. Como aquello que somos capaces de hacer para vivir otro día y otro más. Al terminar la obra pensé que no se separarían jamás. David y Mónica. E igual soy el único que lo piensa, pero es una extraña convicción que defiendo. Como un deseo. O como la necesidad de creer que vamos de derrota en derrota hasta la victoria.