Danielle Collobert pasó por la literatura francesa entre la velocidad y el silencio. Con apenas media decena de obras y un suicidio a los 38 años, en la soledad de una habitación de hotel. También, con el apoyo decisivo de Raymond Queneau, tras la negativa de Les éditions de Minuit, quien publicó en Gallimard Asesinato. Con esa muerte que iba y venía en sus versos, que era fondo y sustancia. Con esos versos que podrían competir con los de Unica Zürn, escritos con lengua de hielo, en los que palpitan tantas sensaciones elementales que el lector apenas puede despegar la vista para continuar con la siguiente historia. O bosquejo. O boceto. Con ese pensamiento interior que Collobert derrama, todavía caliente, sobre la hoja. Con ese sentimiento de amargura, de tristeza, con el que zurce una especie de mapa del dolor, de heridas y certezas en torno al fin. En torno a esa frontera borrosa que tarde o temprano atravesamos, cuando empezamos a dejar de existir. En torno a esa muerte que, paradójicamente, la autora convierte en una obra viva. En ese susurro -no hay mejor registro para interpretar, para entender, la lectura tan íntima en la que nos instala Asesinato– que solo se detiene en la última hoja. Tras la retahíla de sentimientos, sensaciones, emociones, impresiones que acumulan, o más bien retratan, las diferentes caras del desasosiego.
No es la primera vez que Collobert se asoma a la edición española -Kokoro publicó recientemente una de sus antologías poéticas-, pero leer este Asesinato deja ese poso, ese regusto, propio de un primer acercamiento. Quizá, también, ese desconcierto cada vez que tratamos de unir las intuiciones que funcionan como capítulos-historias separados, fundiendo las diferentes reflexiones contenidas en un mismo cuerpo. Por mucho que las historias de Collobert sean, más bien, abismos interiores que nos enseñan -como en las autoficciones de Édouard Levé- un lento, pero firme, proceso de descomposición. Como esas cáscaras vacías, chorreando carne y burbujeando fluidos, que marcan la presencia de unos cangrejos muertos (uno de los motivos del libro). La presencia de esa muerte que parece sustraer todos los colores del mundo, el acento moral de las cosas, la mezcolanza de sentimientos a los que apelamos para interpretar la realidad. Algo que, página a página, Collobert describe con extraordinaria clarividencia, dejándonos el sabor amargo al comprobar hasta qué punto los diferentes instantes que comprenden Asesinato anuncian un proceso de desmontaje de la autora. De su intimidad. De su relación con el mundo y las cosas. De ese todo en el que habitualmente englobamos la vida, que Collobert descompone minuciosamente para mostrar el dolor, el desgarro, tras cada hecho cotidiano.
Hay una imagen en Fin de Poema, de Juan Tallón, en la que Cesare Pavese, aislado en su casa de Turín, observa desde la ventana cómo se derrite el mundo. Podría decirse que Asesinato inspira esa misma reacción. Acaso, con la ternura que desprende la escritura de Collobert; la tensión con la que está escrita cada palabra; la ristra de emociones que parece invocar; la impresión de que, aun siendo breves, el lector corre siempre a una distancia importante por detrás de las narraciones breves de Collobert. En parte por la firmeza con la que su autora destruye cualquier asomo de certeza, cualquier asidero o espacio reconocible, de manera que nos obligue a participar de su extrañamiento con el mundo. De su soledad. De su deseo de rechazar cualquier salida fácil para enseñarnos ese lugar en el que nace el dolor. Mientras, afuera del texto, el mundo se derrite.
Puede que Asesinato sea una de esas obras que te vuelan la cabeza, en cuyas palabras se puede, prácticamente, escuchar la respiración de Collobert. Atlas del dolor, de la herida y el desgarro, la obra de Collobert se eleva como un canto a la muerte, tan solo para mostrarnos cómo, detrás de esa palabra, se halla toda una obra viva. Palpitante. Que desafía al lector a tirar del hilo de sus certezas para llegar a ese lugar en el que se amontonan las cáscaras vacías de los cangrejos, los cuerpos suspendidos de aquellos que han perdido la voz. Las voces chillonas de los que están a punto de perderla. En fin, esa pura vida que se acumula, casi bordeando el atragantamiento, en las pocas páginas que componen Asesinato. En las que el lector, más que en ninguna otra obra, asiste al proceso de descomposición de una forma de ver el mundo. Tan frágil, tan tierna, hasta cierto punto tan bella, que en su última página sabemos que nunca volverá a suceder.
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