Decía Wislawa Szymborska que para leer a Dickens como cualquier dios manda hay que cogerse la gripe. Me he cruzado esta circunstancia entre más reflexiones de autores reales y personajes de ficción, y seguiría sin saber afirmar si se debe a que sólo la enfermedad otorga el grado de paciencia suficiente para leer un mamotreto, o a que ya no tenemos otro contexto favorable para los libros largos y superpoblados.
En cualquier caso, resulta agradable pensar en un Dickens como en esos bálsamos que solían anhelar sus personajes, a tumbos entre posadas, habitaciones de alquiler y casas prestadas. Un libro que sepa a cuenco de caldo, a bocadillo de lonchas de ternera, a vaso de leche coronada de burbujas, u otros aperitivos análogos veganos. Lo importante es que, como la urraca de la portada de esta Vida y aventuras de Martin Chuzzlewit, podría arriesgarse que cualquier persona obtiene alguna cosa de valor de un Dickens voluminoso, ya sea el reloj de oro o las cosquillas tras revolverle el chaleco a un señor tan orondo.
Este título no es muy popular entre el público angloparlante ni extranjero, y rara vez accede a las listas de favoritos de los dickensófilos, a excepción del propio Dickens, como buen padre literario que siempre prefiere al hijo raro y chistoso antes que al angélico y popular Tiny Tim. Y porque, en cierta medida, Martin Chuzzlewit es también un libro enfermo, habitado por demasiados personajes, plenos de vicios, como una placa de bacterias que danzan sin más sentido que hundirse el codo unas a otras, blandas y amorfas, a la espera de contaminar lo que venga.
Martin es, al mismo tiempo, joven sin adulterar y anciano de carácter irrevocable. Nieto y abuelo comparten nombre y se disputan la balanza moral de una familia extensa, intrincada, de odios y riquezas trágicos pero traje cómico. Las pesas, sin embargo, se las quedan otros personajes, que son los que hacen avanzar realmente las muchas tramas del libro. El arquitecto Pecksniff que pone su autoría en los diseños de sus alumnos, sus dos hijas de bautismo tan dickensiano, Cherry y Merry, y Tom Pinch, el alma cándida de la historia que, no sin venenosa ironía, resuelve los problemas de Martin para quedarse sin recompensa. A veces, uno termina un Dickens de 900 páginas y resulta que aún continúa enfermo.
No hay una ubicación única para Martin Chuzzlewit dentro del historial de Dickens, ni tendrá una afinidad uniforme con todos los tipos de lectores. Esto es porque, como el propio Martin, la novela parece haber heredado muchos rasgos familiares, excepto el afecto por ninguno de ellos.
Es la rara cúspide entre los inicios (la acumulación de episodios picarescos del Club Pickwick) y el canto del cisne (la trayectoria de una fortuna y un amor de Nuestro común amigo). El libro que se ríe de todo, que viaja entre continentes y ejecuta una olimpiada desde la caricatura ideológica hasta las muertes y los matrimonios que aplauden como platillos al final de los folletines.
Una odisea que hace del Edén un destino cruel y fangoso para el protagonista no puede ser del todo serio, pero tampoco luminoso. Como se lee en sus Notas de América (1842), Dickens viajó por Estados Unidos horrorizado por el esclavismo y cansado por la fama, y es probable que escribiese la saga Chuzzlewit para relajarse dentro de los tropos de su universo que para satirizar a sus vecinos norteamericanos. ¿Acaso no somos un poco turistas de los libros, hartos pero sin poder parar, cuando la enfermedad nos obliga al reposo?
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