Aquellos lugares exóticos de nuestra infancia que nunca pisamos y que nunca pisaremos. No porque nominalmente hayan dejado de existir, sino tal vez porque nunca existieron y solo son producto de nuestras alucinaciones. Bellas alucinaciones inducidas por escritores como Ruyard Kipling. ¿Existió aquella India? Tal vez no. O sí. Está ahí, en los libros y, también, en nuestras cabezas. Ahora Ardicia nos trae a Headon Hill, un escritor que con otro nombre trabajo para la Compañía Británica de las Indias Orientales, y que de allí se trajo, como su Mark Poignand, a Kala Persad, un encantador de serpientes.
Las adivinaciones de Kala Persad recoge cuatro casos protagonizados por el británico y el indio. Cuatro pequeños y placenteros misterios, que empiezan en el momento que Poignand viaja a aquel lejano país para desvelar el misterio de unos intentos de asesinato en casa de los Merwood. No, no se trata de Sherlock Holmes y el doctor Watson, a la manera de aquel Byomkesh Bakshi sobre el que escribí hace algún tiempo. Nada más lejano. Porque tal vez aquí el protagonista sería Watson y porque Holmes, ese encantador de serpientes, lejos de tener en él todos los conocimientos de mundo (siempre que le sean útiles) solo tiene uno: la intuición. Y es más que suficiente. Pero como la intuición no deja de ser algo abstracto frente a la concreción que necesita este mundo tan dado a lo práctico y tan poco a la poesía, le corresponde a Mark Poignand dotar de una cierta fisicidad a la habilidad de su viejo compañero de aventuras detectivescas.
Los relatos de Headon Hill se convierten así en curiosas piezas policiacas, en las que uno de los protagonistas puede perfectamente no ser más que una sombra a la que imaginamos en su rincón pensando en nada, mientras sus cobras añoran el calor del que las sacaron para trasladarlas al frío Londres, igual que su dueño. Y es que Kala Persad no necesita ni tan siquiera moverse para resolver los casos, sino simplemente escuchar. Y ni tan siquiera a los testigos. Le vale escuchar la historia.
Qué lejos queda todo. Los motivos para matar o robar incluso son como de otro tiempo inimaginable. Ahora que estamos instalados en la banalidad del mal, leer estas historias no dejan de dejarnos ese gusto a tarde con una taza de té y galletas mojadas en güisqui escocés. Pequeños mecanismos de relojería ejecutados con un infinito cariño, llenos de ecos que no diría exóticos (a no ser que lo exótico sea la Inglaterra victoriana). Casos que nos imaginamos teatralizados en la radio, una radio en blanco y negro.
Al final nos quedamos con ganas de más. De más historias, de más intuiciones, de más tardes lluviosas sin nada que hacer más que leer estos pequeños relatos que ahora ocuparían cientos de páginas para no decir nada más (e incluso menos, en un acto prodigioso). Después de todo, seguimos aspirando a la ligereza.
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